Ignacio Camacho-ABC

La «desjudicialización» ha tropezado con el muro de la Justicia. Montesquieu se resiste a su ejecución sumarísima

Cuando Quim Torra ejercía -es un decir-como titular de la Generalitat de pleno derecho, el otro Sánchez, el que decía cosas sensatas sobre los separatistas y sobre Podemos, le instó a escuchar a esa mitad de los catalanes a la que ignora como condición para cogerle el teléfono. El vicario de Puigdemont hizo un ridículo importante escenificando el plante de La Moncloa en un inenarrable vídeo casero. Y justo ahora que está inhabilitado, aunque haya recurrido su sanción al Supremo, el presidente de la nación le ha concedido el privilegio de su primer contacto oficial tras salir reelecto. Es un anticipo a cuenta de la factura que debe al separatismo tras su acuerdo, paso previo a la pactada reunión «de Gobierno a Gobierno» que en el imaginario nacionalista convertirá al Ejecutivo autonómico catalán en la simbólica representación de un Estado extranjero. La famosa desjudicialización de la política era esto: tender la mano a un condenado por desobediencia a los tribunales e invitarlo a un encuentro que otros gobernantes de comunidades, cumplidores de las reglas, llevan esperando hace tiempo. Borrell lo llamaría sobredosis de ibuprofeno.

Sólo que el poder judicial propiamente dicho no parece dispuesto a desjudicializarse por su cuenta. Lo prueba el doble vaparalo del Supremo a Junqueras, negándole la inmunidad y la toma de posesión como diputado en la Cámara europea. Dos salas, la Contenciosa y la Penal, se han reafirmado en su criterio mediante una verdadera declaración de independencia. Y lo han hecho justo después de que la sesión de investidura de Sánchez se convirtiese en una ejecución sumarísima de Montesquieu y en un aquelarre de exaltación de la «vía política», perífrasis evasiva del pacto para dejar a los líderes del secesionismo fuera del alcance de la Justicia. He aquí la principal batalla de esta legislatura, la que va a medir la fortaleza de los principios constitucionales ante la presión radical-populista. Pablo Iglesias lo anunció de forma explícita al señalar a las togas como parte de las filas enemigas. Van a por ellas y el sistema de libertades depende de que resistan.

Ésta es la cuestión esencial del presente mandato. La separación de poderes -por deteriorada que esté debido al manoseo sectario- es el pilar del Estado democrático, el rasgo que lo diferencia de un modelo de corte bolivariano e impide que un Gobierno de legitimidad parlamentaria se pueda transformar en el puente hacia un régimen autoritario. Cuando un presidente plantea la desjudicialización de la política -el desjudicializador que la desjudicialice, etcétera- está cuestionando el imperio de la ley y la obligación general de someterse a ella, tratando de establecer un marco de excepción y de discrecionalidad para manejarlo a su conveniencia. La ley rige para todos o no rige: no existen fórmulas intermedias. Salvo, claro, en las repúblicas bananeras.