José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • De los 16 ministros del Interior titulares desde 1977, la mayoría ha acabado mal su gestión. La de Grande-Marlaska está teniendo un final pésimo

El ministerio más difícil de todos los gobiernos españoles desde el inicio de la democracia es el del Interior. Lo que le ocurre ahora a Fernando Grande-Marlaska (Bilbao, 1962) es un episodio más del mal de ojo, del conjuro, que ha afectado, por distintos motivos, a casi todos de sus 16 predecesores que desde 1977 ocuparon el despacho del pánico —por inmanejable— en la sede ministerial del 5 del paseo de la Castellana en Madrid. 

En buena práctica democrática, el responsable de Interior debía dimitir —o el presidente cesarle— por el terrible episodio en la valla de Melilla del pasado 24 de junio. No es digerible para la sociedad española que se muestren vídeos en la BBC que arrojen dudas sobre el comportamiento en situaciones dramáticas de la Guardia Civil, ni que se oculte a la ciudadanía una versión creíble de lo que allí sucedió y, más en concreto, por qué y cómo murieron casi una cuarentena de inmigrantes.

Este asunto, además, debería estar judicializado para que se determine la responsabilidad penal de los que debieron actuar de otra manera y no lo hicieron o se inhibieron, pero concurre también una responsabilidad política que debe asumirla el presidente del Gobierno con un cese inmediato del ministro o, mejor aún, que el propio interesado renuncie a una función que hace ya mucho tiempo que le supera. El Ministerio del Interior —del que depende funcionalmente la Guardia Civil, un Instituto Armado que orgánicamente se incardina en el de Defensa y cuyo director general debe ser nombrado por el Consejo de Ministros a propuesta conjunta de ambos ministerios— requiere en estos tiempos de un manejo escrupuloso de sus enormes facultades de disuasión y de represión. 

José Barrionuevo (PSOE), ministro del Interior con Felipe González entre los años 1982 y 1988, acabó en la cárcel por prácticas de terrorismo de Estado, inaceptables, de las que acaba poco menos que jactarse en una entrevista estupefaciente en el diario El País del pasado día 6 (Yo ordené liberar a Segundo Marey). Su sucesor entre 1988 y 1993, José Luis Corcuera (PSOE), tuvo que presentar su dimisión a Felipe González cuando, en el noviembre de su último año de gestión, el Tribunal Constitucional anuló la llamada patada en la puerta de la ley de seguridad, un empecinamiento el suyo incomprensible. El fallecido Antoni Asunción (PSOE) presentó su renuncia en mayo de 1994 cuando asumió con integridad que el corrupto ex director general de la Guardia Civil, el también fallecido Luis Roldán, se escapó impunemente de España.

José Luis Belloch (PSOE), el único que ha ostentado la condición simultánea de ministro del Interior y de Justicia (1994-1996) ha dejado sin aclarar el papel, seguramente sofisticadamente delictivo, del exagente de los servicios de inteligencia Francisco Paesa, el delator de la localización de Roldán al que habría desvalijado de su botín para desaparecer luego simulando su muerte. Ángel Acebes (PP) terminó su gestión en ese ministerio (2002-2004) con el episodio más trágico de la España reciente: los atentados del 11-M respecto de los que mostró unas contradicciones que le llevaron a dejar la política. Jaime Mayor Oreja (PP) hizo y deshizo los pactos con el PNV y, aunque aspiró a suceder a Aznar, le madrugó Mariano Rajoy, también exministro del Interior. Alfredo Pérez Rubalcaba (PSOE) tuvo su particular vía crucis con el denominado caso Faisán, un supuesto chivatazo a Joseba Elosua, enlace con la trama del chantaje económico de la banda terrorista ETA. Jorge Fernández Díaz (PP) fue entre 2011 y 2016 un calamitoso ministro que puso en marcha prácticas reprobables a través de la policía patriótica y su sucesor popular Juan Ignacio Zoido (2016-2018) no pudo gestionar peor la sedición catalana, con el desastre del 1-O de 2017 como expresión máxima de la incompetencia. 

En esa estela de ministros del Interior fallidos o con graves manchones en su trayectoria se sitúa Fernando Grande-Marlaska, expresidente de la Sala Penal de la Audiencia Nacional (2012), vocal en su momento del Consejo General del Poder Judicial a propuesta del PP en el Senado (2013), que resultó un juez tan equilibrado como ahora un errático ministro del Interior.

El bilbaíno no ha dejado de tener conflictos con la Guardia Civil que han expulsado del Cuerpo a figuras tan indiscutibles como los coroneles Manuel Sánchez Corbí y Diego Pérez de los Cobos; se ha indispuesto con el conjunto de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado por las distintas situaciones de discriminación que sufren en relación con las policías autónomas de Cataluña y País Vasco (sueldos, vacunas, instalaciones y dotaciones), y parlamentariamente ha sido incapaz de gestionar la modificación de la conocida como ley mordaza. Se comporta como un fusible de Pedro Sánchez (ver este blog de 19 de agosto de 2021) que le homenajeó con palabras de hiperbólico elogio en la cumbre hispanoportuguesa el pasado día 4 («Es un gran ministro del Interior») y, en fin, su gestión durante la pandemia ha quedado en los anales de la torpeza. A mayor abundamiento le queda pendiente explicar la devolución ‘en caliente’ de menores a Marruecos y su impotencia en evitar los ongi etorris populares a los etarras excarcelados. 

Si Sánchez quiere ir a las elecciones más ligero de lastres, haría bien en mantener una charla con su ‘gran ministro del Interior’ como otros presidentes la tuvieron con los predecesores del magistrado y proponerle, por su bien y el de todos, que dé un paso atrás, permita una investigación judicial y, en su caso, parlamentaria de los «hechos trágicos» de junio en Melilla, y regrese a la función jurisdiccional que es lo suyo. Porque Grande-Marlaska no ha estado nunca en donde debía y podía. Sus cualidades no pasaban por el despacho del pánico del edificio número 5 del paseo de la Castellana de Madrid, sede institucional del ministerio, sobre el que ha recaído una especie de maldición política.