LIBERTAD DIGITAL – 18/01/16 – JESÚS LÁINZ
· Convendrá el lector en que es una evidencia que nuestros políticos promueven el multiculturalismo. Lo cual no tiene nada de particular, pues se trata de una opción ideológica como otra cualquiera. La única pega es que resulta francamente difícil disentir del multiculturalismo sin que le llamen a uno cosas feas.
Como nuestros políticos, tanto los de derechas como los de izquierdas, opinan que el multiculturalismo es un bien para la Humanidad –para ser más exactos, es un bien para Occidente, único sitio donde se promueve–, estiman que la inmigración de millones de asiáticos y africanos será un factor de enriquecimiento de Europa por pertenecer a tradiciones culturales y religiosas distintas.
Lejos de percibir esta inmigración como una amenaza para su existencia, para la mentalidad europea actual es un fenómeno beneficioso, pues, gracias a Dios, hace ya siglos que Europa abandonó la intolerancia ideológica y, sobre todo, la religiosa.
Efectivamente, el Occidente de hoy no entiende de creencias: al Estado no le interesa la opción religiosa de sus ciudadanos, cualquiera puede creer lo que desee, o no creer en nada, y no cabe en la imaginación la imposición por la fuerza de esta o aquella fe. Tampoco entiende de civilizaciones: todos los seres humanos somos trabajadores y consumidores, transferibles e intercambiables en el espacio según las necesidades económicas de cada momento. Tampoco entiende demasiado de naciones: todos somos ciudadanos, individuos con derechos frente al Estado. Tampoco entiende de opiniones: todos somos ciudadanos con derecho al voto, y la pluralidad y tolerancia ideológicas son el fundamento mismo del sistema político. Así es Occidente, sin duda. Con todo lo que de ello deriva.
Por lo tanto, ¿qué inconveniente puede haber en que millones de personas de un ámbito civilizatorio distinto vengan a Europa para convertirse definitivamente en ciudadanos europeos? El Occidente capitalista, multiculturalista, laicista y democrático no encuentra inconveniente alguno en ello. Efectivamente, para el Occidente actual, fruto de siglos de evolución del pensamiento filosófico, religioso, jurídico y político en suelo europeo y americano, la inmigración es un fenómeno beneficioso que no distorsiona en absoluto su lógica interna y que incluso se presenta como una necesidad debido a la insuficiente natalidad de los occidentales de hoy.
Cierto. Salvo por un pequeño detalle: esos millones de inmigrantes no comparten ni una coma de todos esos principios que precisamente les permiten emigrar a Europa. Esos principios son la consecuencia de la evolución del pensamiento occidental y no tienen por qué ser compartidos por las demás civilizaciones de este planeta, y mucho menos por la islámica. A todos esos millones de inmigrantes afroasiáticos, de religión islámica –esa religión que sigue estancada en su perpetuo siglo VII, que sigue apelando a la Guerra Santa, que es beligerante, que es impositiva, que es intolerante, que es fanática–, no les importan lo más mínimo los principios en los que se basan la democracia, la pluralidad ideológica, la tolerancia religiosa y el respeto a la persona. Y no les importan lo más mínimo porque sencillamente no los conocen, no los comparten y los menosprecian. Cuando no les parecen directamente blasfemos.
Éste es el pequeño detalle que nuestros políticos han pasado por alto. Pero sus graves consecuencias no tardarán en manifestarse. Cuando, en virtud de la política inmigratoria de sustitución ordenada por la ONU y la UE, Europa se haya convertido dentro de pocos años en un espacio en el que convivirá una envejecida población perteneciente a la tradición occidental ex-cristiana, aunque muy levemente militante de ella, con una población cuantitativamente similar, y más joven, perteneciente a la tradición oriental islámica y ferviente militante de ella, veremos en qué quedan la democracia, la pluralidad ideológica, la tolerancia religiosa y el respeto a la persona.
LIBERTAD DIGITAL – 18/01/16 – JESÚS LÁINZ