El día de la indignidad

Nos concentramos cincuenta amigos. «Ahora nos encontramos; más adelante ya nos manifestaremos», dijo el periodista. Necesitábamos encontrarnos para mitigar nuestra orfandad frente al terror. El día de la indignidad volví a mi casa pensando en el final tragicómico de la película Alatriste: «El tercio no se rinde». Para qué se iban a rendir si ya estaban muertos y vendidos.

 

Ese día decidí irme a pasear al parque de los patos a olvidarme de lo que sucedía, a admirar a esos animalitos que lo hacen mal todo, que vuelan de pena, andan de risa y nadan mal, pensando que si siguen existiendo es porque los franceses los necesitan para hacer el foie.

Ese día quería olvidarme de la foto de un periódico que acababa de ver, los ojos vidriosos de un Sadam Husein enfrentándose a la muerte entre encapuchados verdugos. Unos ojos que me acongojaron, que me hicieron pensar en la excelente civilización que disfrutamos donde se abolió la pena de muerte, y que me hicieron recordar que en ese mismo día, hace ya muchos años, a mí, en vez de mandarme al paredón, me permitieron vivir; ese mismo día, un 30 de diciembre. Por eso no entiendo la pena de muerte, haya hecho lo que haya hecho el reo. Por eso mando a paseo al que me diga que hay que contextualizar en cada cultura lo que ésta significa. Que se vayan a hacer gárgaras los culturalistas biempensantes que consienten la pena de muerte en aquellos países donde dicen que forma parte de su idiosincrasia, o los neoconservadores o reaccionarios que la invocan como un atributo fundamental del Estado. Fuera bromas: la nuestra sí que es cultura, sí que es civilización, porque no permite que se ejecute a nadie. No han arreglado nada ajusticiando a Sadam, sólo volver a engrosar la espiral de violencia que padece Irak.

Me fui al parque de los patos porque ya habían dado la noticia del atentado en el aeropuerto de Madrid, en un lugar muy sensible para causar terror. Me fui para no recordar las veces que lo advertí, y me entretuve viendo pasear a los padres con los niños con los juguetes recién traídos por el Olentzero, y luego me fui a la zona comercial a contagiarme de la nula preocupación de la gente, enfrascada en comprar y comprar regalos. Felices consumistas ajenos a la tragedia de la T-4 de Barajas, donde los comentaristas de la noticia, cautos ellos, iban cambiando el término «artefacto» -casi parece algo artístico- por coche bomba, para acabar hablando de una furgoneta. Tengo que agradecerles su mesurada descripción del atentado; sólo al día siguiente, cuando la pantalla de la televisión dio las imágenes, pude darme cuenta de la enormidad del atentado. No era un mero artefacto simbólico, que es lo que creí durante bastantes horas: iban a cargarse todo el edificio.

Ya me parecía que las cosas venían mal, pero lo menos que podíamos esperar es que lo dejaran para el año que viene y nos permitieran entrar bien en éste. Ni por esas. Al primero que le estropearon el fin de año fue a Zapatero, a la vez que a sus profecías sobre un futuro mejor que acababa de hacer el día anterior. Pero los que de verdad, de verdad, han sufrido este final de año son dos familias ecuatorianas a las que, quién se lo iba a decir, han padecido la desaparición de seres queridos aquí, en un país occidental, sin guerrillas ni paramilitares, ni narcos, con bienestar y seguridad. Quién se lo iba a decir. Máxime cuando el único problema que quedaba -a excepción del terrorismo islamista- estaba en vía de solución, pues hacía más de tres años que no mataban. ¿De qué les va a servir tanta charlatanería a estas familias?

No me podía creer que RNE interrumpiese el programa de la tarde para conectar con urgencia con el Hotel Hesperia de San Sebastián para recoger en directo la rueda de prensa de Arnaldo Otegi. Dios mío, qué importante, cuánto honor el que concede esta radio pública. Sólo le faltó aquella voz grave que anunciaba antes de los sones del himno: «Atención, habla Su Excelencia el Jefe del Estado». Y a fe mía que, como el medio es el mensaje, Arnaldo habló como tal, exigiendo, con la amenaza del terror ejercida pocas horas antes, la responsabilidad necesaria para seguir con el proceso. El representante de un partido ilegal, probablemente en un acto ilegal, tiene a su servicio, en conexión directa, a la radio pública del país para que realice su valoración política.

El día de la indignidad acabó con una concentración de una cincuentena de amigos convocados por mensajes en el móvil por el más voluntarioso de todos ellos en la plaza Moyúa de Bilbao. Estuvimos allí no sé para qué; nadie se enteró. Un ilustre periodista madrileño me sacó de dudas: «Ahora nos encontramos; más adelante ya nos manifestaremos». Era cierto que necesitábamos encontrarnos para mitigar nuestra orfandad frente al terror. Así acabó el día de la indignidad, yéndose cada uno a su casa pensando en el final tragicómico de la película Alatriste: «El tercio no se rinde». Para qué se iban a rendir si ya estaban muertos y vendidos. Y la gente se cruzaba llevando sus paquetes de compras en la mano.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 3/1/2007