Gregorio Morán-Vozpópuli
Ese lugar común que acabó siendo una tontería según la cual todo se lo debíamos a Juan Carlos de Borbón ha empezado a pasar factura
En el fondo es una confusión entre la inmunidad y la impunidad. Formado en el viejo régimen, donde los términos “inmunidad” e “impunidad” se confundían, el rey hoy emérito si se caracterizó por algo es por haber hecho siempre lo que le ha dado la gana.
Desde el día que murió Franco, aquel 20 de noviembre de 1975, fue haciendo siempre lo que le petaba. Y eso acabó creando una costra de la que será muy difícil ir saliendo. Ese lugar común que acabó siendo una tontería según la cual todo se lo debíamos a Juan Carlos de Borbón ha empezado a pasar factura. Primero se liquidó a Torcuato Fernández Miranda y se inventó a Adolfo Suárez, hasta que lo quemó.
La defenestración de Adolfo Suárez fue una operación de alto riesgo cuyas consecuencias se remiten al 23-F. La memoria es frágil y ya nadie recuerda aquel verano de 1980 de aquello que se bautizó como “operación De Gaulle”, también denominada “golpe de timón”. La responsabilidad del rey hoy emérito en el intento de golpe de Armada-Milans ha sido como el secreto mejor guardado de la Transición. A Adolfo Suárez lo liquidó su Majestad en una oscura maniobra en la que participaron los generales Armada y Milans del Bosch. El objetivo era formar un gobierno de gran coalición en el que estuvieran todos, PSOE incluido. Y no puede definirse de otra manera que no sea “conspiración”. La idea de que gracias a Juan Carlos de Borbón se consiguió parar el golpe es uno de esos tópicos que de tanto repetirlos acaban convirtiéndose en verdad revelada. Querían sacar a Suárez de la presidencia y ahí colaboraron desde la recién creada CEOE de Carlos Ferrer Salat, hasta egregios personajes de la política. La leyenda dice que en la famosa cena de Lérida en casa del alcalde socialista echó a andar una especie de contubernio que, como salió como salió, al final parece como si la conspiración de Armada-Milans del Bosch la hubieran organizado los socialistas. Conviene no olvidar que en la cena de Armada en Lérida estaba hasta un representante del PCE-PSUC: Jordi Solé Tura. Pero como esta añagaza se vino abajo resulta que fueron los socialistas de González y Guerra los que parecieron organizar el 23-F.
Todos los esfuerzos para dirimir las responsabilidades del 23-F se repartieron entre militantes del PSOE con premeditada ocultación de las verdaderas intenciones: dar un golpe de timón y barrer a Adolfo Suárez de la presidencia del Gobierno, donde se había convertido en un peligro para los Herrero de Miñón, Landelino Lavilla, la CEOE… bajo la sombrilla de su Majestad. Luego llegó Tejero, que no quería dar un golpe de timón, sino dinamitar lo conseguido desde la muerte de su Caudillo, empezando por la Constitución y terminando con el régimen de partidos políticos. Cuando se descubrió las intenciones últimas de Tejero y Milans el rey tuvo que participar, aliviando la tensión.
Toda su vida estuvo convencido de que los ciudadanos eran marionetas que se movían a su aire y tampoco nadie se tomó la molestia de explicarle que la sociedad había cambiado»
No le hemos dado la importancia que tiene a que la respuesta al 23-F tuviera mucho de pantomima, con una ciudadanía durmiente. Donde podía encontrarse un notable caso de irresponsabilidad del monarca acabó transformándose en salvador de la democracia. Como si Juan Carlos de Borbón nos hubiera librado de una vuelta atrás, cuando lo cierto es que entendió en aquella noche maratoniana, que su suerte estaba unida al mantenimiento de la Constitución y al proceso en el que concluía la Transición, es decir, la victoria del PSOE. Con esa agudeza que le caracteriza, la derecha, más conservadora que nunca, sentó las bases sobre las que todos creyeron que la Transición, que unos la hicieron y otros la boicotearon, había sido poco menos que un acuerdo patriótico.
No es raro, pues, que en la parodia de juicio a los encausados del 23-F, el rey no concediera permiso a Alfonso Armada para explicar los pormenores de aquella oscura operación. Ahora bien, es verdad que, desde entonces, Juan Carlos de Borbón tuvo claro que no había vuelta atrás, que lo único que le quedaba era ese juego maléfico entre inmunidad e impunidad, que caracterizaría su reinado. ¿Citamos a Prado y Colón de Carvajal, a Javier de la Rosa,a Mario Conde, por mencionar los conciliábulos de esa impunidad que asumió cual si se tratara de un privilegio de la Corona? Siempre hizo lo que le dio la gana. Y lo sigue haciendo hasta el final.
Abandonó los chanchullos políticos y se quedó con los económicos, más suculentos y menos llamativos. Toda su vida estuvo convencido de que los ciudadanos eran marionetas que se movían a su aire y tampoco nadie se tomó la molestia de explicarle que la sociedad había cambiado y que una nueva generación cuestionaba lo que hasta entonces era incuestionable. Esa mezcla de un rey que se manejaba en el absolutismo al que cualquier explicación estaba de más. Era inmune e impune.
En el libro que dictó a Vilallonga están todos los guiños de quien se cree por encima del bien y del mal. Le cuesta aceptar que un sistema democrático exige probidad, dignidad y sentido de Estado. No hemos hecho más que empezar, porque las secuencias de esta película amenazan la estabilidad democrática. Si Jordi Pujol dijo aquella frase para la historia de que, a partir de aquel momento, de dignidad “hablarían ellos”, y se reveló un golfo sacamantecas, ahora hemos de afrontar que frases como las de “todos somos iguales ante la ley” no admite excepciones.