El día que mataron a Tomás y Valiente

 

Aquel crimen no fue otro más, sino uno de los que señalaron el fin de la indiferencia social hacia el terrorismo. Los universitarios se tiñeron las manos de blanco y las alzaron para mostrar su contraste con las sanguinarias de los asesinos. Allí surgió el colectivo cívico Manos Blancas, dedicado a mantener viva la memoria de esa jornada irrepetible.

El martes 14 de febrero se cumple el décimo aniversario del asesinato de Francisco Tomás y Valiente en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid. Con su muerte y la de Fernando Múgica, días antes, ETA daba un nuevo salto cualitativo en la elección de sus víctimas

Pasaba el mediodía del 14 de febrero de 1996 cuando supimos que ETA acababa de asesinar en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid al catedrático Francisco Tomás y Valiente, brillante constitucionalista e historiador del derecho y ex presidente del Tribunal Constitucional. Era una de aquellas añoradas personalidades independientes de la transición dedicadas a tender esos puentes entre tirios y troyanos que ahora mismo ciertos irresponsables vuelan tan alegremente. Esos raros méritos atrajeron la mirada asesina de los etarras. Asesinándole, sus verdugos daban otro paso en la «estrategia de socialización del sufrimiento». De la pretensión de doblegar al Estado asesinando a guardias, policías, funcionarios y militares, además de algún empresario, la banda pasó a tratar de forzar la negociación mediante los coches-bomba y el asesinato ejemplar de representantes de nuevos colectivos sociales. Asumía, pervirtiéndola, una frase de Francisco Tomás y Valiente: «Cada vez que matan a una persona nos matan a todos un poco».

Un mes maldito

ETA inauguró 1996 asesinando el 6 de febrero -un mes maldito- a Fernando Múgica Herzog, y a Francisco Tomás y Valiente ocho días después. Luego cayeron Ramón Doral, un ertzaina de simpatías nacionalistas, el sargento Miguel Angel Ayllón y el empresario Isidro Usabiaga. Además, la banda mantenía secuestrados a otro empresario, José María Aldaya, y desde el 17 de enero a José Antonio Ortega Lara.

El asesinato de Francisco Tomás y Valiente estaba relacionado con el de Fernando Múgica. Cuando fue detenido, Juan Antonio Olarra, que tomó parte en el asesinato de Fernando Múgica, guardaba una fotografía de Francisco Tomás y Valiente. Ambos tenían pedigrí antifranquista, eran juristas prestigiosos y amigos de Felipe González, todavía presidente del Gobierno, y cada uno en su ámbito habían cumplido un papel relevante en la transición democrática. Pero es sabido que resulta arriesgado buscar demasiada lógica intencional en la selección terrorista de víctimas. Los verdugos son aficionados a rebuscar en los comunicados de condena y los análisis políticos del crimen los móviles pragmáticos de sus aberraciones. En realidad, las dos víctimas de aquel febrero compartían un rasgo más relevante: ambos eran tan significativos como fáciles de matar por su estilo de vida: carecían de protección y eran muy accesibles. Irónicamente, Tomás y Valiente fue cesado como decano de la Facultad de Derecho de Salamanca por solicitar que la policía de Franco abandonara la universidad. Estaba muy preocupado por la seguridad de algunos amigos vascos -como Fernando Savater, a quien recomendaba que tomara mil precauciones-, pero poco por la suya propia. La investigación concluyó que su asesino necesitó algún cómplice de la propia facultad.

El día que le mataron, al catedrático Francisco Tomás y Valiente le tocaba poner un examen. No hay cosa más tirada que asesinar a un profesor. Cuatro años antes, el 15 de enero de 1992, ETA asesinó en Valencia a un amigo de Tomás y Valiente, el catedrático Manuel Broseta, cuando se dirigía a la facultad. Nada más simple que entrar en el centro tras asegurarse la huida, colarse en un despacho abierto y pegar tres tiros al hombre que, sorprendido por el intruso -Tomás y Valiente hablaba en ese momento por teléfono con Elías Díaz, que oyó los disparos-, quizás le mirara extrañado desde su escritorio. El intruso era Jon Bienzobas, un tipejo con pinta de estudiante anodino, con gafas, flequillo y aire despistado. Actualmente sigue encerrado en una cárcel francesa tras su detención en septiembre de 1999, en plena «tregua».

Ese día yo estaba en mi propia universidad, la del País Vasco. La noticia no podía ser más profética de lo que se nos venía encima. Algunos decidieron entonces poner tierra de por medio, o suspender hasta mejores tiempos toda oposición activa a ETA, y otros decidieron lo contrario. Naturalmente, muchas universidades organizaron actos de condena. La mía organizó poco después un solemne acto de homenaje, hostigado impunemente por los aprendices de terrorista, que destrozaron lo que encontraron a mano. Pero pienso que el asesinato de Tomás y Valiente arrugó a la comunidad universitaria, más partidaria de olvidar el caso que de tenerlo muy presente.

Sin embargo, aquel crimen no fue otro más, sino uno de los que señalaron el fin de la indiferencia social hacia el terrorismo. Lo muestra el gran número de calles, centros de enseñanza y premios que adoptaron el nombre de la víctima. Los compañeros de Tomás y Valiente se movilizaron de forma ejemplar. El sentimiento habitual de horrorizada impotencia fue transformado, con organizada espontaneidad, en una protesta simbólica llena de fuerza. Los universitarios se tiñeron las manos de blanco y las alzaron para mostrar su contraste con las sanguinarias de los asesinos. El icono unió a cientos de miles de manifestantes, y de allí surgió el colectivo cívico Manos Blancas, dedicado a mantener viva la memoria de esa jornada irrepetible.

ETA recibió una respuesta que no esperaba. La calle se llenó de gente, sí, pero para exigir el fin incondicional del terrorismo, anticipando las manifestaciones por Miguel Ángel Blanco del año siguiente. Tomás y Valiente perdió la vida, pero ganó la partida de la decencia y la lucidez. No vendrá mal traer aquí un fragmento de un artículo suyo póstumo: «La primera tentación contra el Estado es el olvido de su legitimidad y de sus límites (…) La segunda tentación consiste en la fragmentación interna de las fuerzas políticas demócratas en su necesario frente común, desde el Estado, contra los criminales del terror. Se había avanzado mucho en este camino: en poco tiempo se ha desandado casi todo el trecho recorrido». ¿No conservan estas palabras una actualidad impresionante?

Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 12/2/2006