El día que murieron Margaret Thatcher y Sara Montiel

EL IMPARCIAL 18/04/13
JAVIER RUPÉREZ

Coincidencia extraña pero también oportuna, si oportunidad hay alguna vez en la muerte, la que ha reunido en el mismo día los fallecimientos de la que fuera Primer Ministro británica Margaret Thatcher y de la actriz y cantante española Sara Montiel. Quedará aquella inscrita como una de las figuras políticas más relevantes del siglo XX mientras que la segunda dedicó toda su vida al teatro y al cine, convirtiéndose en una de las intérpretes más conocidas y aplaudidas de la farándula española e internacional. Tenían ambas casi la misma edad y nada en sus nacimientos hacía presagiar que estuvieran destinadas al éxito y a la gloria: aún con diferentes niveles sociales —ligeramente más elevado en el caso de la británica- sus respectivos padres habían sido tenderos en pequeñas localidades provincianas. Pero la muerte les ha igualado en la grandeza de sus éxitos, en el esfuerzo desarrollado para conseguirlos, en la lucha común contra las adversidades y contra la hostilidad ambiental, en la consistencia con la que persiguieron sus fines profesionales, en la inquebrantable fe en sus propias capacidades, en la común audacia con la que afirmaron sus derechos femeninos a la igualdad en un mundo masculino, en el desparpajo con el que se enfrentaron a propios y extraños, en la robustez, en fin, de sus personalidades.

Conocí a Margaret Thatcher en 1978, unos meses antes de que fuera elegida Primer Ministro, cuando la UCD celebraba su primer Congreso Nacional y yo, como Secretario de Relaciones Internacionales de la formación política española elaboré la lista de los invitados internacionales que, según mi entender, debían participar en el acto. La Thatcher, ya entonces una figura internacionalmente conocida y con grandes posibilidades de alcanzar la jefatura del gobierno británico, fue de hecho la que recibió la atención prioritaria de los asistentes y de los medios de comunicación que siguieron el evento, ante el que pronunció un brillante discurso dedicado a la centralidad de la libertad en la vida de los pueblos. Le acompañaba el escritor, historiador e hispanista Hugh Thomas, durante muchos años su consejero áulico, al que en gran parte se debió el que la futura Lady Thatcher quisiera desplazarse a Madrid para la ocasión. Y de cerca tuve ocasión de contemplar su carácter, al tiempo firme y respetuoso, preocupado por la generalidad de las ideas pero también por el detalle en que iba a producirse su exposición. Quiso visitar con parsimonia el lugar donde había de pronunciar su discurso -el Palacio de Congresos de la Castellana madrileña- para calcular con cuidado los colores de su vestimenta de acuerdo con los fondos del escenario y las luces que habían de iluminarla. No todos mis conmilitones partidistas del momento compartieron mi selección, dado que se trataba de una figura ¨conservadora”, y por tanto supuestamente desplazada hacia el babor de una formación que se reclamaba furiosamente de “centro” y decía abominar de cualquier parentesco con los resto de la “derecha” todavía entonces estrechamente emparentada con los residuos del franquismo. Pero me pareció entonces, y me parece ahora, que el conservadurismo que la Thatcher encarnaba, y que tan buenos resultados ofreció a su país durante el tiempo de sus mandatos, era tan impecablemente democrático como aquel que la UCD reclamaba y que, en la discusión estratégica, bien haría el partido de Adolfo Suárez en ocupar los espacios que en la vida internacional representaban al espectro que se movía entre la derecha conservadora y el centro reformista. En momentos posteriores, ya cuando la “Dama de Hierro” se había instalado en el número 10 de Downing Street, la visité junto con otros dirigentes de la Unión Democrática Europea, una agrupación de partidos democristianos y conservadores. Y contemplé de cerca su determinación para llevar a cabo sus políticas visionarias: la profunda renovación de la maltrecha económica británica, su firme disposición a luchar sin contemplaciones contra el terrorismo del IRA, su decidido antagonismo al comunismo en sus versiones nacionales e internacionales. Sería más tarde, ya en los albores de los noventa, cuando ese carácter visionario resultaría determinante para acabar con la URSS-en aquella irrepetible configuración que por un momento reunió las voluntades de Ronald Reagan, Juan Pablo II y la misma Margaret Thatcher-.Unos pocos años antes, en1982, decidió enfrentarse contra la dictadura argentina, que había emprendido locamente la acción militar para ocupar las Islas Malvinas. Pocos serán los líderes de antes o de ahora que con mayor razón puedan reclamar una ejecutoria tan determinante para los destinos de su propio país y del mundo como el que, más allá de las controversias ocasionales e inevitables, puede aplicarse a la baronesa Thatcher.

En su mundo Sara Montiel alcanzó esa misma celebridad mítica e indiscutida, aunque durante tiempo muchos le negaran el pan y la sal por su carácter más populachero que popular, por su tendencia, decían, al sentimentalismo barriobajero, por su entrega al “cuplé” como si se tratara de un género despreciable. Pero, como tuve ocasión de comprobar cuando la conocí en Chicago, hace apenas un año, el 27 de Abril de 2012, Sara Montiel, o María Antonia Abad, la bella chica de Campo de Criptana que sólo tarde aprendió a escribir porque en la España de la postguerra civil a las jóvenes de pocos posibles solo les enseñaban a coser, se había forjado una personalidad propia, hecha de sus circunstancias pero al mismo tiempo ajena y superior a las mismas, una personalidad que era capaz de actuar bajo las órdenes de Robert Aldrich y junto a Gary Cooper y Burt Lancaster en “Veracruz”, de casarse con Anthony Mann, uno de los mejores directores que ha producido el cine americano, de enloquecer a la parroquia nacional con los reinventados cuplés, de encarnar como nadie a ¨Carmen la de Ronda” o de convertirse en vida en leyenda de su propia persona cuando ya no cumplía los ochenta.

La Montiel hace un año vino a los Estados Unidos invitada por una universidad americana que había tenido la buena idea de dedicarle un seminario académico y un homenaje popular y aprovechó su estancia en estos pagos que otrora bien conoció para recalar en los Institutos Cervantes de Nueva York y Chicago. Sin que los años la pesaran ni el tiempo espesara su memoria, se
sometió en Chicago a las preguntas de una periodista local hispana, contestando con agudeza, desparpajo e inteligencia a cuestiones que cubrían tanto su vida artística como su peripecia personal y sentimental para luego, sin arredrarse, dirigirse a una audiencia numerosa y enfebrecida y cantar con buen gusto e impecable afinación lo que casi todos podíamos repetir a coro: “Fumando espero”, “El relicario¨” Vereda tropical”…La velada se cerró con una pequeña cena a la que tuvo la bondad de invitarnos a mi mujer Rakela y a mí el director del Instituto Cervantes, Ignacio Olmos, y en la que de los labios de la propia Montiel escuché fascinado confidencias varias, historias de antaño y hogaño, narraciones de una larga y provechosa vida llena de pasión, ruido, furia y plenitud. Como todas las grandes vidas.

Dos excepcionales mujeres. Dos espectaculares destinos. Dos permanentes recuerdos. Margaret Thatcher y Sara Montiel. Seguramente nunca supieron mucho la una de la otra. La simultaneidad de su muerte nos ayuda a evocar la singularidad y el paralelismo de sus vidas. Que Dios las tenga en su gloria.