- El autor argumenta que no hay por qué resignarse aún ante quienes propalan un cambio de régimen.
“El mayor triunfo del diablo fue convencer al mundo de que no existe”. No hay serie o película adolescente sobre los espíritus del mal que no haga soltar esta sentencia a alguno de sus personajes, normalmente el amigo con gafas de pasta y sobrepeso de la protagonista guapa recién llegada al instituto o el anciano sociópata y chalado por el Apocalipsis, que habita solitario en la vieja mansión desvencijada del pueblo. Pero ocurre que esta afirmación, además de peligrosa (quien la pronuncia termina muriendo indefectiblemente al final del segundo rollo), encierra una gran mentira.
El mayor triunfo del diablo fue precisamente el contrario: convencer al mundo de que existía para así lograr que los hombres hicieran por él su obra. Tal vez sea la primera gran operación de marketing político en la historia de la humanidad. La primera y la más exitosa. A continuación vendrían desde los autos de fe de la Plaza Mayor hasta los juicios de Salem, que se celebraron no para honrar a Dios, sino para vencer el miedo al diablo, con el resultado sabido de darle vida gracias al fuego y a la horca.
Hoy, en España, dicen algunos que nuestra democracia está en peligro. Son unos pocos periodistas, políticos e intelectuales, bien intencionados y valientes, que haciendo frente a la jauría política y mediática denuncian que el gobierno de Sánchez lleva ejecutando desde hace meses una calculada operación de destrucción del régimen de monarquía parlamentaria que el pueblo español eligió en 1978, y que ha venido legitimando desde entonces con su voto en las sucesivas elecciones. Según razonan, la “banda” de Sánchez (feliz expresión del añorado Rivera) tiene un plan, se ha fijado un objetivo y cuenta con la oportunidad. Plan, objetivo y oportunidad, los tres únicos ingredientes necesarios para desencadenar la tormenta perfecta contra la libertad.
La oportunidad es el virus, que proporciona esa “excepcionalidad” tan tratada en todos los manuales del buen revolucionario. Y tan anhelada por un Pablo Iglesias que la sueña, una y otra vez, en sus más tórridas fantasías, trayendo consigo el paro y la pobreza, primero, y después la inseguridad y el miedo. O sea, el camino abierto a la rendición de una mayoría de ciudadanos desesperanzados y rendidos, preparados ya para dejarse arrebatar sus derechos y libertades.
El plan consistiría en derribar a Ayuso y conquistar Madrid (la última aldea liberal que aún resiste frente al Imperio sanchista), completar la colonización de la justicia mediante la rebaja a precios de saldo de la mayoría necesaria para la elección del órgano de gobierno de los jueces (la Fiscalía ya es suya y parte de los jueces también) y aislar y desactivar al rey, a través de la desnaturalización de la exigencia constitucional del refrendo de sus actos, que pasaría de ser el instrumento legalmente previsto para justificar la exención de su responsabilidad a convertirse en el arma perfecta para anularlo como símbolo de la nación.
Y el objetivo sería instaurar un régimen populista con una fachada de democracia formal (las apariencias hay que cubrirlas, no vaya a ser que un día los súbditos despierten o Europa regañe), disimule un sistema estricta y semánticamente totalitario en el que al poder ejecutivo no le basta ya con ser un primus inter pares, sino que se levanta como el único y verdadero poder que alimenta y tutela a los otros dos, reducidos a meras funciones externalizadas, desempeñadas por servidores leales.
Es cierto que la realidad nos confirma, día a día, que esas son las intenciones de nuestro césar hispano. Por ceñirnos tan sólo a su desempeño durante esta última semana (ampliar el período haría la enumeración interminable), ahí están las amenazas a los jueces lanzadas en los medios de comunicación por un vicepresidente de su Gobierno o las presiones ejercidas por sus ministros en sede parlamentaria sobre esos mismos jueces, o la norma tumbada por los tribunales por limitar inconstitucionalmente los derechos fundamentales de los ciudadanos de Madrid.
Y esto sólo en cuanto al fondo, aunque sus “formas” en el ejercicio del poder no son menos preocupantes. Desde unas ruedas de prensa sin prensa, hasta un Rhodes al piano en reñida competición con la kilométrica alfombra roja de las apariciones televisivas del zar ruso.
Por tanto, el diagnóstico probablemente sea el correcto. Pero lo que se acierta en la descripción de las intenciones de Sánchez, mitad chavistas mitad priistas, se yerra en la valoración de sus posibilidades de éxito, juzgándolas seguras y advirtiendo -poco más o menos- que el Armagedón democrático ya está al llegar. Y, con él, una España convertida en un inevitable apocalipsis zombi de ciudadanos libres transmutados en gente uniformada de nueva normalidad, quebrada, sumisa y sin alma.
Ésta es una valoración incorrecta, pero sobre todo extremadamente peligrosa. Bien está advertir del peligro y prepararse contra él. Pero exagerarlo, dotándolo de una fuerza casi irresistible que no tiene, tiene el riesgo de hacerlo aparecer como inevitable, provocando fatalmente como efecto la resignación. En definitiva, lo peligroso de insistir en ese mensaje es que los españoles nos lo terminemos creyendo porque creérselo es el primer paso para hacerlo posible. La argumentación apocalíptica tiene el riesgo de hacer transitar rápidamente al sujeto por las famosas cinco etapas del duelo, apurando su caída en la última, la de la aceptación.
Y esto es un gran error cuando a lo que nos enfrentamos no es a un tumor maligno, sino a una situación totalmente reversible. No hay ningún cáncer terminal con resultado de muerte inevitable y, por tanto, no hay ninguna resignación con la que irse familiarizando.
Porque ¿a quién tenemos enfrente? A un egomaníaco sin freno, que en su día fue el personaje protagonista de un sainete patético de pucherazo electoral, con espantada final por la puerta de atrás, y que completa su biografía moral con la falsificación bananera de galones universitarios y el ridículo insuperable de un intento fallido de protagonizar un besamanos real. La perfecta imagen de la egolatría emanando de la nada.
Y, para mayor escarnio, el personaje se nos aparece custodiado por un Robespierre castizo y banal, un megalómano condenado a compensar su inseguridad adolescente con una sobredosis de soberbia, machismo y exhibicionismo, en su doble variante de pose permanente de vaquero castigador y piscina riñonera.
«Miremos a nuestro alrededor y reparemos en quienes tenemos a nuestro lado en la trinchera»
Por el contrario, miremos a nuestro alrededor y reparemos en quienes tenemos a nuestro lado en la trinchera. Ni más ni menos que a los herederos de los profesores salmantinos que afirmaron los derechos naturales del hombre, crearon el Derecho internacional y sostuvieron el derecho de los pueblos a deponer a los soberanos injustos. Y a los herederos de los conquistadores extremeños que llegaron hasta donde nadie lo había hecho y alumbraron el mundo que hoy conocemos. Y a los herederos de los patriotas gallegos que ,“distinguidos sean hasta el fin de los siglos por haber llegado en su denuedo hasta donde nunca nadie llegó”, libraron la última batalla que echó a los franceses. Y a los héroes anónimos del 11-M que, en lugar de huir de las bombas, acudieron en masa a la estación de Atocha para auxiliar a los heridos…
Casi se oye el fondo lo que don Pedro de Agar, el viejo liberal que luchó toda su vida contra el absolutismo, diría hoy a los nietos de sus compañeros de bancada en las Cortes de Cádiz:
“Seamos conscientes de que existe el peligro, pero despreciémoslo. Preparémonos para la lucha y combatámoslo, pero jamás dudemos de nuestra victoria. Somos, sino muchos, sí los suficientes. Ganaremos. Y lo haremos porque tenemos memoria, porque nos asiste la razón y porque nos sobra el valor necesario para defender el futuro en libertad en el que un día elegimos vivir”.
Amén.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho