ABC-IGNACIO CAMACHO

En materia de opinión pública, la acción exterior de España es un reiterado fracaso por falta de un programa diplomático

LA carta de los cuarenta senadores franceses que han comprado los argumentos del independentismo sobre «la represión» española demuestra, en primer lugar, que hay gente que no se entera de nada aunque ocupe un honorable escaño en el Senado de Francia. Allí también se cuestiona, por cierto, la utilidad de esa Cámara, que Macron pretende suprimir en la reforma constitucional que tiene esbozada. Pero en segundo término parece claro que los separatistas manejan con bastante éxito su diplomacia, que consideran un esencial elemento de apoyo de su causa. ABC publicaba ayer el gasto de 421 millones en acción exterior a través de las famosas embajadas, el instrumento clave de la Generalitat para difundir en el extranjero su propaganda. Con el breve paréntesis del artículo 155, durante cuya aplicación permanecieron cerradas, esas legaciones cuentan desde hace años con el visto bueno –o la vista gorda– del Gobierno de España. Su deslealtad era tan clara que Rajoy no tuvo más remedio que desmantelarlas, pero en cuanto Sánchez llegó al poder permitió a Torra que las reabriese como parte de la «desinflamación» de la nueva etapa. A la vista está el resultado; a las primeras de cambio han vuelto a las andadas. Si algo hay que admirar del nacionalismo es su contumacia.

La determinación con que los indepes hacen su trabajo es tan evidente que nadie puede llamarse a engaño. Por eso no deja de resultar sorprendente la pasividad del Estado, al que siempre toman la delantera en la divulgación de marcos mentales y mensajes publicitarios. Los diferentes ejecutivos españoles se han centrado en las cancillerías, centros de poder oficial y relaciones de ese ámbito, pero en materia de lobby, de reputación pública, la presencia institucional ha sido históricamente un fracaso que el esperanzador nombramiento de Borrell no ha cambiado. Más allá de la posición personal del ministro, este Gabinete carece, como los anteriores, de un programa diplomático que equilibre (y no sólo ante el separatismo catalán, como prueba la estrambótica petición del presidente mexicano) la ventaja del separatismo en la construcción de un relato. Para los medios de influencia que los secesionistas cultivan con esmero –y dinero– a través de una amplia red de contactos, España es un país autoritario anclado en la herencia mental de Franco.

La relevancia de la cuestión puede ser crucial a la hora de impugnar ante tribunales internacionales los criterios de la Justicia. En el juicio del procés, los defensores trabajan con la mirada puesta ahí arriba, en una Corte de Estrasburgo que ya ha dudado otras veces de nuestro sistema de garantías y cuyos jueces viven en una atmósfera de opinión permeable a la mitología independentista. A menos que se trate precisamente de dejar abierta esa vía para sacarse un problema de encima, cerrarla debería un imperativo urgente de la acción política.