El nacionalismo vasco se encuentra, probablemente desde su mismo comienzo, frente a su propio dilema, muchas veces denostado y criticado como ambigüedad, otras muchas descrito con el tópico de las dos almas y últimamente por medio de la metáfora del péndulo: en movimiento permanente entre los extremos de la pureza doctrinal y de la práctica moderada.
Quizá seamos en nuestra cultura europea, moderna e ilustrada, herederos de la espeanza de que es posible evitar los dilemas y superar todas las contradicciones. Esa esperanza conforma el núcleo de todas las utopías políticas, el meollo de los grandes sistemas filosóficos, de las grandes teorizaciones -idealistas y materialistas- de la historia, de algunos de los conceptos básicos que articulan la política moderna como el de soberanía y voluntad general, que no significan otra cosa que la creencia en que es posible reconducir lo múltiple a lo uno, eliminar la pluralidad, las contradicciones, la multiplicidad de las diferencias.
Parece que a nosotros los modernos nos cuesta aprender que la verdadera revolución pendiente, la tarea que permanece radica en transformar las contradicciones y dilemas en fuente de una tensión dialéctica enriquecedora, sin que esta dialéctica tenga que desembocar de forma necesaria en un sistema resolutorio capaz de la unificación definitiva de toda la historia.
El nacionalismo vasco se encuentra, probablemente desde su mismo comienzo, frente a su propio dilema, muchas veces denostado y criticado como ambigüedad, otras muchas descrito con el tópico de las dos almas y últimamente por medio de la metáfora del péndulo: en movimiento permanente entre los extremos de la pureza doctrinal y de la práctica moderada.
No es cuestión de analizar la relación que existe entre la ubicación que el nacionalismo vasco ha ido encontrando a lo largo de su historia entre los dos extremos por un lado y su participación en las instituciones de poder, empezando por el propio fundador, Sabino Arana. Lo que es de interés y de máxima importancia para el futuro de la sociedad vasca, pero también para el futuro del propio nacionalismo vasco, es buscar una respuesta a la pregunta por la forma concreta que adquiere esa relación en el horizonte de un poder autonómico, de unas instituciones de autogobierno importantes, ocupadas desde el inicio casi de forma exclusiva por el nacionalismo.
Respecto a ese horizonte de instituciones de autogobierno es preciso subrayar algunas ideas. En primer lugar, se trata de instituciones nuevas, novedosas en la historia vasca. Ésta nunca conoció ni un Parlamento vasco, ni un Gobierno vasco, ya en sí mismos actualización de los derechos históricos. En segundo lugar, el instrumento jurídico que permite dichas instituciones, el Estatuto de Autonomía, ha sido el horizonte de referencia para el nacionalismo desde la memoria del período en el que Euskadi gozó de una corta y traumática experiencia en los primeros meses de la Guerra Civil, experiencia que fue posible después de reconocer el error del Estatuto de Estella, el error de ir de la mano de quienes no aceptaban el sistema democrático de la República.
En tercer lugar, el acceso a ese poder autonómico institucionalizado se ha dado siempre en los momentos de moderación y modernización del nacionalismo vasco. Y, en cuarto lugar, el PNV, a lo largo de su historia, siempre ha defendido esa línea política contra todos los radicalismos internos, y, especialmente desde el nacimiento de ETA, contra el radicalismo exterior, cuya máxima meta ha radicado precisamente en deslegitimar el poder autonómico y su institucionalización.
¿Cómo se plantea el dilema del nacionalismo vasco en este contexto? Como la pretensión de dar un salto cualitativo desde la situación conseguida, renunciando o quebrando los supuestos que han hecho posible esa situación de poder autonómico del Estatuto de Gernika. El dilema consiste en querer ser fiel a su propia trayectoria, pero ubicando en su interior la deslegitimación radical y exterior de las instituciones autonómicas para convertirlas cualitativamente en otra cosa.
El dilema se manifiesta en la voluntad de avanzar en el desarrollo de una nación cívica, lo que implica el deber de compartir dicho desarrollo, compartir la definición jurídico-institucional de Euskadi, con los vascos no-nacionalistas, y afirmar al mismo tiempo que es sólo la sociedad vasca la que decide su futuro, con lo cual se vuelve a dejar fuera del quehacer compartido a quienes no se ubican, siendo vascos, sólo y de manera exclusiva en la sociedad vasca.
La ponencia aprobada por el PNV en su última asamblea general parece que implica una voluntad de dirimir el dilema eliminando uno de los extremos que constituyen el mismo. Cuando se apuesta por el avance de la conciencia nacional, entendiendo por ello la conciencia de pertenencia exclusiva a Euskadi, se está afirmando que todo lo andado hasta ahora, lo conseguido como poder autonómico institucionalizado para la sociedad vasca no tiene valor en sí mismo, no es un valor sustantivo a preservar desarrollándolo dentro de los supuestos, las condiciones y los principios que lo han hecho posible, sino que no representa más que un estadio de acumulación de fuerzas, de hacer pruebas para el salto definitivo a lo cualitativamente diferente: la definición del sujeto político vasco como distinto y separado de cualquier otro sujeto político.
Quien no haya corrido, quien no se haya situado en ese nivel de salto, quien no se ha preparado suficientemente, quien no ha alcanzado la conciencia nacional suficiente tiene que aceptar lo que decida la mayoría, si es que existe y aunque sea exigua, de los que van adelantados, de la avanzadilla.
Por cierto, antes he hecho referencia a la interiorización de la deslegitimación radical que desde el exterior del nacionalismo vasco tradicional se hacía del poder autonómico institucionalizado. Ahora aparecen conceptualizaciones que tampoco provienen del ámbito y de la tradición nacionalista -derecho de autodeterminación, conciencia nacional, la idea de avanzadilla…- y que están más bien emparentadas con la práctica marxista: como si algunos residuos de este mundo estuvieran encontrando acomodo tardío en el seno de un nacionaliso vasco que todo lo aguanta, y que siempre han despreciado, si no odiado.
Esa manera de plantear la salida al dilema puede conducir, con bastante probablidad, no a una tensión dialéctica enriquecedora, sino a una disociación mortal para el propio nacionalismo: un nacionalismo radicalizado, pero cada vez más ritual, y una indiferencia práctica creciente para lo que debieran y pudieran ser elementos soporte de una identidad diferenciada. Algo semejante a lo que se ha producido con la pretensión de universalidad de la Ilustración, que se ha disociado en una globalización sin significado humano y sometida a la lógica autónoma, casi natural, de la economía, y una multiplicidad de subjetividades desconexas, incomunicadas, tendentes a múltiples formas de fundamentalismo o perdidas en cualquier caso en la pleonexia consumista.
Sería importante que en el nacionalismo vasco quedara alguna capacidad de mantener por lo menos el dilema y la conciencia del dilema; sería importante que en el nacionalismo vasco se desarrollara, además, la capacidad de articular y explicitar el dilema, para poder debatirlo y discutirlo; y sería importante, por fin, que se elaboraran caminos para transformar el dilema en tensión dialéctica enriquecedora: ser capaces de dotar de contenido diferenciador, pero sin obsesiones, al poder autonómico ya existente, reclamar su actualización y acomodación en lo que tenga sentido sin quebrar las condiciones y los principios que lo han hecho posible, sabiendo que la vinculación española no viene dada por designios centralistas o impedimentos metafísicos, sino por el sentimiento de muchos ciudadanos vascos, además de una larga historia.
En el mundo nacionalista se utiliza el término ‘español’ no sólo como insulto dirigido a nacionalistas que no lo son suficientemente para los autoproclamados poseedores de la pureza de la ortodoxia. Además se utiliza para, negándolo, definir lo vasco. Transformar el dilema apuntado en tensión dialéctica enriquecedora significa superar el estadio infantil, pueril, de definir lo vasco por la negación de lo español, para pasar a otro estadio en el que la formulación positiva, lo diferencial en positivo, es lo que vale: una diferenciación que no se logra por segregación para repetir miméticamente lo que se niega, sino por participación e implicación en aquello dentro de lo cual se quiere ser precisamente diferente, dentro de lo cual se quieren desarrollar elementos de diferenciación reales más allá del no infantil de la impotencia.
Joseba Arregi, EL CORREO, 14/2/2004