El dilema: una década o un asalto

JAVIER REDONDO – EL MUNDO – 18/12/16

· Podemos reproduce una disputa consustancial en la izquierda, con la división entre ‘colaboracionistas’ con fuerzas burguesas y ortodoxos.

Como en Podemos tienden a la desmesura, la desproporcionada teatralización y la permanente y calculada puesta en escena de sus riñas, han agigantado una disputa propia de los tiempos que corren –acordar los mecanismos de reclutamiento de las élites de los partidos–, ineludible para toda formación política –definición del programa y selección de líderes y equipos– e históricamente consustancial en la izquierda: el diseño de una estrategia política de máximos que divide a colaboracionistas con fuerzas burguesas y ortodoxos.

De esta división surgió la socialdemocracia. El primer gran enfrentamiento de este tipo se dio, muy a finales del siglo XIX, entre Rosa Luxemburgo y EduardBernstein, que creyó que, por mucho desgaste que sufriese, el capitalismo burgués no quebraría gracias a su capacidad de adaptación y a la consistencia de la clase media. Por tanto, para Bernstein la lucha sin cuartel era inútil y el asalto precipitado al poder, imposible. Consideró que era preferible participar del curso evolutivo del sistema que aferrarse a la vana tarea de derrumbarlo. Quería una sociedad socialista, pero tenía la paciencia que le faltaba a Luxemburgo, que acusó a su correligionario de negacionista, pues había dejado de creer en la esencia del marxismo: el materialismo histórico, o sea, que las contradicciones del capitalismo provocarían su destrucción, debidamente acelerada con una revolución.

Tras la muerte de Lenin, en Rusia, los bolcheviques se encontraron ante una disyuntiva similar y, sobre todo, frente al vértigo de qué hacer después de la revolución. Se dejó la tarea para el XIV Congreso del Partido, en 1926. Durante esos cinco años, Stalin maniobró para hacerse con los mandos. Entonces ya se refería a sus adversarios como «oposición de derecha». Fue el último Congreso en el que una minoría organizada se opuso a la mayoría. El chivo expiatorio fue Trotski. Se sacaron de contexto algunos de sus escritos para demostrar que rebatía a Lenin. Curiosamente, la propuesta del malogrado Trotski era precisamente recuperar el espíritu de Octubre, que el partido evitara caer en la autocomplacencia y exceso de burocratización y dotarlo de un nuevo impulso revolucionario.

Por su parte, Bujarin defendió la «lentitud», un periodo de transición y una maniobra envolvente al capitalismo. Trotski se desesperaba: nada justificaba el aplazamiento y nada aseguraba que se mantuviesen vivos los principios revolucionarios y las condiciones que habían llevado a los bolcheviques al poder. Había que volver a las Tesis de Abril, sostenía. No obstante, Stalin decidió en una de las conferencias previas al Congreso que para neutralizar a la disidencia y no comprometer el futuro del movimiento lo prioritario era preservar la unidad del grupo dirigente. Su núcleo duro representaba, en sí mismo, la estrategia. No era necesario discutir sobre ella sino consolidar la dirección. Trotski se mostró conciliador. Acababa de firmar su sentencia de muerte.

Trató de defenderse por carta de los infundados ataques. Demasiado tarde. No había teles ni redes sociales, pero los bolcheviques fueron los primeros peritos en propaganda. Trotski no comprendió que el debate programático era un pretexto, que se ventilaba exclusivamente una lucha por el control absoluto y sin fisuras de la organización. El estalinismo no hacía análisis doctrinales sino políticos. Jugaba siempre a la ofensiva, era puramente intuitivo y agresivo. Stalin utilizó a Bujarin mientras necesitó argumentar teóricamente contra Trotski o defender la Nueva Política Económica. Luego lo purgó.

En la Europa Occidental de posguerra, sólo en Italia el comunismo estuvo cerca de alcanzar el poder. En el Congreso de 1972, EnricoBerlinger se desmarcó de Moscú y promovió alianzas con otras fuerzas socialistas en aras de la transformación social. Ese mismo año, el comunismo francés, aunque mucho más dogmático, firmó el Programa Común de la izquierda.

Berlinger asumió el Compromiso Histórico de participar activamente de la política institucional y en última instancia de colaborar con el Gobierno de la Democracia Cristiana. No estaba dispuesto a asumir el riesgo de quedarse fuera en plena crisis del comunismo. Pese a todo, los socialdemócratas desconfiaron de su «totalitarismo enmascarado». En 1976, el PCI alcanzó su techo electoral. Obtuvo más de 12,5 millones de votos y 258 escaños. Fue el mejor resultado cosechado por un partido comunista occidental. El pragmatismo se impuso sobre la ortodoxia. Comunistas italianos, franceses y españoles definieron el eurocomunismo.

El asesinato del democristiano Aldo Moro dio al traste con la materialización del Compromiso Histórico y la participación del PCI en el Gobierno. El ideólogo –y «quizás algo más», según Judt– de las Brigadas Rojas, el profesor Toni Negri, fue detenido en 1979 por conspirar contra el Estado. En sus soflamas defendía la organización militar contra el orden burgués y acuñó consignas como «ilegalidad masiva» o «guerra civil permanente». Para Negri, el Parlamento, la legalidad y las instituciones son dispositivos defensivos del Estado a demoler que impiden acometer la empresa transformadora.

Mientras, en España, González se presentó en el Congreso del PSOE de Toulouse, en 1970, con la demanda de que las decisiones del partido se tomaran en el interior. El PCE movilizaba a estudiantes y sindicatos y González temía que el PSOE quedara rezagado en la previsible transición. De allí salió con el cargo de secretario de Propaganda. Su equipo pudo preparar los dos congresos siguientes. La izquierda española se modernizó aceleradamente. El PSOE abandonó el marxismo y el PCE se sumó al pacto constituyente.

La caída del Muro obligó al marxismo a disfrazarse de populismo, socialismo bolivariano o asamblearismo. Su objetivos permanecen intactos, así como su forma de aproximarse a la realidad social y sus categorías de análisis. Errejón está «fundando un pueblo (…), haciendo patria para ganar la próxima década»; la furia de Iglesias no puede esperar. Considera que el «momento populista» ha llegado y su movimiento ha de acelerar el ritmo de los acontecimientos. Para ello el partido ha de mantener prietas las filas. Pretende reubicarlo como partido de clase. La transversalidad que propone Errejón no es ni parsimonia ni estrategia sino mero y despreciable colaboracionismo.

Javier Redondo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.