El discurso

ABC 26/12/14
DAVID GISTAU

· Cuando habló de corrupción, el Rey empleó un tono de gravedad moral

ME resulta fatigosa la propaganda del culto a la personalidad, y la hubo antes del mensaje navideño. Un resumen de las hazañas del Rey desde la proclamación –algo así como los mejores diez goles de un delantero centro– que tuvo un efecto contrario al deseado: parecía que era necesario atornillar la imagen de un Rey precario o inmaduro, como ocurre con las personas que valen más por lo que dicen que hacen durante una sobremesa que por lo que en realidad hacen. En el preludio, el Rey hizo por tanto de telonero de sí mismo, como si el discurso fuera demasiado débil y se hubiera decidido que era necesario crear antes una predisposición favorable.

Me engañaron con lo del salón, pensé que lo era de verdad. Y que por tanto el Rey, en lugar de imponer el dique distante y formal de una mesa de despacho, pretendía hacernos sentir como si nos recibiera en su casa y en cualquier momento pudieran aparecer las niñas para dar las buenas noches a las visitas, como nunca permito que lo hagan los míos, para garantizar la integridad física de las visitas. En el ambiente relativamente «décontracté», había una ligereza como de cosas que no estaban: el nacimiento con figuras grandes como un peso mosca mexicano, la bandera, la intangibilidad pesada de la patria. Hubo un instante de la realización que pareció una concesión al clasicismo o un mensaje de ruptura sutil: cuando el realizador abrió el plano y fugazmente aparecieron en un córner la fotografía de Don Juan Carlos y, entonces sí, el nacimiento y la bandera, como formando un tridente estético representativo de lo que ha quedado atrás ahora que nos vamos mimetizando con el siglo XXI. Un rinconcito museístico.

Este Rey lee e interpreta los discursos mejor que su padre. Exuda incluso un punto de pasión, de convicción, sobre todo cuando hace la relación de los grandes problemas del país, no sólo para demostrar que es consciente de ellos, sino también para aceptarlos de un modo personal, sus trabajos de Hércules, su Transición hecha bucle. Afortunadamente, ya se mitigó una expectación colectiva posterior a la abdicación por la cual parecía que España era un absolutismo y que este Rey emplearía poderes, no ya ejecutivos, sino incluso mágicos, para resolver la nación con sólo un abracadabra. En ese sentido, su voluntad de implicación, que sobrevoló todo el discurso, no ha de interpretarse como que llega el coche de «Bienvenido Mr. Marshall» para aceptar cartas petitorias.

Cuando habló de corrupción, el Rey empleó un tono de gravedad moral y conminó a las instituciones y a sus funcionarios. Si pudo hacerlo, fue gracias al juez Castro. Si la Infanta Cristina hubiera sido exonerada tan sólo unas horas antes, y la opinión pública se hubiera envenenado con la convicción de que triunfaban las sórdidas maniobras protectoras del Estado, el Rey se habría quedado en una situación en la que nada podría haber exigido a nadie sobre moral, ley, igualdad u honradez. El destino de la Infanta fue su credencial.