Santiago González-El Mundo

Ahora que el PP ha abjurado del marianismo, de sus pompas y sus obras, es un buen momento para reconocer algunas virtudes de nuestro penúltimo presidente del Gobierno. Por ejemplo, su oratoria, baste compararlo con su sucesor. Por ejemplo, su dominio del mutis. Ambas se dieron cita en el discurso del viernes, que a mí me pareció magnífico. La mayor parte de los columnistas españoles le ha afeado la ausencia de autocrítica, pero eso es porque parten de la errónea creencia de que autocriticar es en España un verbo reflexivo, cuando en realidad es transitivo.

Admitamos que pudo entonar un discreto mea culpa por algunas cosas, algunas insuficiencias en el putiferio catalán. Por ejemplo, aquel día que el menguante Mas se le puso chulo y amenazante en su despacho y él no llamó a los guardias de Moncloa para que se llevaran a aquel tipo en volandas hasta el pie de las escaleras. Por ejemplo, no haber puesto en marcha antes el 155. Sobre su profundidad me abstendré de hacer valoraciones: tenía como apoyos a dos reacios: Pedro y Albert. Mientras duraba el proceso golpista, él sólo tenía ojos para la economía y eso, preciso es reconocerlo, lo hizo bien. Quien discuta esto, que espere a ver los primeros resultados del pedrisco y su votante precoz, con el aumento del gasto y la promesa de que lo vamos a pagar a escote. Pero descuidó bastante la política y eso produjo efectos inhibidores en la firmeza de las convicciones constitucionales del buen pueblo español.

A mí me habría gustado un poco de autocrítica, como el sentido mea culpa de Felipe por haber dejado la tasa de paro en el 24%, porque durante sus últimos años la corrupción alcanzó al papel del BOE, a la Cruz Roja, a la Guardia Civil con Luis Roldán y aquella épica negra del GAL. Tampoco estuvo mal lo de Aznar reconociendo que su entusiasmo en el apoyo a Bush en lo de Irak debió quizá estar un poco matizado y la parte de la corrupción del PP que se desarrolló bajo su mandato. Grande estuvo José Luis al mostrar su arrepentimiento por haber dejado la economía española con seis millones de parados y por su apoyo al sátrapa Maduro.

Los afiliados del PP votaron renovación y enterraron el marianismo. Son de suyo gente muy sensible que interioriza las descalificaciones de la izquierda, pongamos a la gran Celia Villalobos, acusando a Pablo Casado de rodearse de gente de «extrema derecha», expresión que sólo han utilizado un par de intelectuales alternativos de nuestra vida pública: el presidente por accidente y esa extravagante inflorescencia peronista que Iglesias ha colocado como secretario de Organización de Podemos. Zapatero, que fue el inventor de casi todo, invirtió el sintagma y decía «derecha extrema».

También han copiado sus mañas organizativas. Había escrito uno algo sobre los congresos del PSOE, que antes partían de la aprobación del informe de gestión y el informe político, y luego se elegía a la nueva Ejecutiva. Ahora se hace con las reglas del cocido maragato: primero las carnes por si ataca el enemigo; después las legumbres y verduras, y después ya la sopa. Así ha procedido también el PP: el congreso se ha ventilado entre los dos candidatos y sus discursos. Ha ganado la etiqueta de la renovación y ha perdido la candidata del marianismo, pero no ha habido tiempo para hablar del golpismo catalán. Echaremos de menos a Rajoy y al PP le dará lo mismo: Ciudadanos ve en el nuevo presidente la corrupción de siempre. Casado tendrá que refundar el PP. No le va a faltar tiempo porque Sánchez no piensa dejarlo en 2020. Las encuestas le sonríen porque la moral socialdemócrata considera la regeneración compatible con que el presi lleve a su señora en avión oficial a un concierto en Benicàssim. A ver si no para qué ha llegado esta parejita feliz a La Moncloa.