Pedro Baglietto relata la historia de la muerte de su hermano, asesinado por un etarra al que salvó la vida cuando éste era niño.
Relatos, reflexiones y testimonios de 15 personas comprometidas con la lucha por la libertad en el País Vasco y la defensa de la Constitución y del Estatuto de Gernika. Mañana se presenta el libro Gritos de libertad, editado por La Esfera de los Libros con la coordinación de Cayetano González y que permite conocer, de la mano de sus protagonistas (políticos, periodistas, víctimas) la compleja y trágica realidad que se vive en el País Vasco. EL MUNDO adelanta hoy uno de los relatos de los que se conforma el libro, un extracto de la dramática historia de Ramón Baglietto -asesinado por la banda terrorista ETA el 12 de mayo de 1980- contada por su propio hermano, Pedro Baglietto.
Como se me ha pedido que cuente la experiencia de mi hermano Ramón, asesinado por ETA el 12 de mayo de 1980, tengo que empezar a contar una historia que ocurrió hace bastantes años. Estaba mi hermano en la puerta del negocio familiar que teníamos en Eibar -aunque somos originarios de Azcoitia-, un pueblo de Guipúzcoa de tamaño mediano en el que Ramón estaba destinado. De pronto se dio cuenta de que venía una señora con un niño agarrado de la mano y otro en los brazos. El primero llevaba una pelota que se le escapó y fue a por ella en el momento terrible en que venía un camión. La madre, instintivamente, saltó a protegerlo y a mi hermano sólo le dio tiempo a arrebatarle el niño que llevaba en los brazos y contemplar con horror cómo se morían la madre y su otro hijo. Lo patético y trágico de esta historia es que el niño que aquel día quedó en brazos de mi hermano fue precisamente el autor de su muerte, la persona que lo mató.
También se da la circunstancia de que el número dos de la organización que reivindicó el atentado, ETA militar, era Eugenio Echebeste Arizcuren, alias Antxon. Eugenio es primo nuestro, su cuarto apellido es Baglietto. O sea, que el autor material de la muerte de mi hermano fue ese niño al que le salvó la vida y el autor intelectual que dio la orden de matar fue nuestro propio primo.[…]
Mi hermano salió de casa como todos los días. Por aquel entonces tenía un negocio particular en Elgóibar, un pueblo que está cerca de Azcoitia. Había que subir el puerto de Azcárate, muy accidentado, y bajarlo para llegar a Elgóibar. El hacía ese trayecto a diario.Comía allí y a la vuelta realizaba el mismo recorrido a la inversa.Afortunadamente, hoy no es necesario subir el puerto, porque ya existe un túnel. Mi hermano salió aquella mañana como todos los días, pero estaba impresionado porque su íntimo amigo se encontraba en la UVI. […]
De pronto se dio cuenta de que le seguía un coche. Unos días antes, comentando el atentado de Jose Txiki, yo le había dicho a Ramón que tuviera cuidado y él, ingenuamente, contestó: «En esa cuesta no me pillan a mí ésos, pero me parece que me están siguiendo con un Renault azul, un 4 latas».
Aquel día no sólo se cercioró de que efectivamente le seguían, sino también de que el que conducía era Basilio, el nombre que yo le di en mi libro al niño al que Ramón salvó la vida. No utilicé su nombre auténtico porque no se trataba de delatar a nadie.El mío es un libro de reflexión, no de venganza. Cuando Ramón reconoció a Basilio, recordó el día en que se había quedado huérfano.Siempre había sentido curiosidad por cómo se desarrollaba la vida de ese niño, cosa nada difícil en un pueblo como Azcoitia, y había constatado que, a su juicio, no iba por buen camino.[…] No le sorprendió nada encontrarlo un día haciendo una pintada en el garaje de su casa que decía: «Morirás.» Mi hermano le cogió entonces del cuello de la camisa y en tono de broma, socarronamente, le comentó: «Basilio, ¡me tendrás que matar bien muerto!». Basilio salió corriendo con un aire de triunfo, como quien ha hecho una hombrada, digna de ser tenida en cuenta en la organización por él frecuentada.
Vuelvo al viaje de mi hermano. De pronto Ramón se da cuenta de que el coche que le sigue se le echa encima; él se hace a un lado pero, para su sorpresa, el coche sigue adelante sin hacerle ni caso. Mi hermano se quedó perplejo y pensó: «Esto es una alucinación mía. Sin duda estoy afectado por el clima de violencia de esta tierra. Este es un coche que pasa todos los días hacia el trabajo y lo mío es una obsesión.» Dudó si volverse a su casa de Azcoitia, pero al final decidió seguir; eso sí, continuó con precaución, «no vaya a ser que hasta ahora lo haya tenido detrás y ahora me esté esperando en una curva del camino». Al poco rato observó que el coche de Basilio salía de la carretera y subía por el monte. Ramón volvió a pensar: «¿Qué hará Basilio por aquí?».Siguió adelante y, al pasar por otra curva, se santiguó porque justo allí había aparecido unos meses antes el cadáver de un industrial vasco, Angel Berazadi, que había sido secuestrado y asesinado por ETA. Finalmente llegó a Elgóibar, trabajó, tomó unos txikitos a mediodía con sus amigos (el txikiteo, como se sabe, es una costumbre lúdica de nuestra tierra) y luego se fue a comer con Jaime Arrese, entonces alcalde de Elgóibar. Lo hago constar porque también Jaime, al mes siguiente, fue asesinado.Volvió a la oficina, donde estaba haciendo el diseño de una boutique.Nuestro negocio familiar, tradicionalmente, ha sido el de la construcción, las reformas y la decoración.
Bastante más relajado después de su conversación con Arrese, como si se hubiera olvidado de esa aprensión, se asomó a la ventana a fumar un cigarrillo y le pareció que había gente sospechosa mirando por allí. Llamó a su secretaria, Arancha, pero cuando ella salió ya no había nadie. Y Ramón pensó otra vez: «Es una obsesión mía». Al final decidió acabar el trabajo e irse a casa.
Era un día muy lluvioso, oscuro. Se montó en el coche y, al llegar a la curva en el inicio del puerto, vio que en el bar Txarriduna estaba el coche de Basilio pero vacío, sin ocupantes. No se sabe por qué instinto anotó el número de la matrícula en un papelito que metió en el bolsillo de la chaqueta y siguió el viaje. Llegados a este punto, voy a dar voz a mi hermano para que sea él quien cuente cómo ocurrió todo: […]
«Atravieso con decisión las calles de Elgóibar y al llegar al bar Txarriduna doblo en dirección a Azcoitia, pero ralentizo instintivamente la marcha porque diviso justo en la acera del bar el coche de Basilio, que está aparcado y vacío. No sé por qué razón memorizo el número de la matrícula, me paro un momento y lo anoto en un papelucho que guardo en el bolsillo derecho de mi americana. Miro detenidamente por los alrededores, pero no observo nada que resulte sospechoso y prosigo la marcha. Nuevamente se dibuja en mi mente la figura de Basilio. ‘¡Me tendrás que matar bien muerto!’, le había bravuconeado yo al sorprenderle pintando en mi garaje aquel ‘¡Morirás!’. Entonces era casi un chiquillo, pero también lo que en esta tierra empezó siendo poco más que una chiquillada ha alcanzado unas cotas de tragedia insospechadas.Por eso no puedo negar que la presencia de Basilio, y especialmente hoy, me infunde verdadero temor. Por ahora me tranquiliza que el coche se haya quedado atrás y sin ocupantes.
Me alejo de Elgóibar y empiezo a subir la cuesta del Calvario, perdón, quiero decir la cuesta de Azcárate (¿Qué caprichosa jugada del inconsciente me ha hecho establecer este paralelismo?). Todo lo que este paraje tiene de pintoresco, espectacular y maravilloso en un día medianamente soleado lo tiene de tenebroso y siniestro en una noche lluviosa y oscura como ésta. Voy a buena velocidad, pero sin cometer imprudencias; el puerto de Azcárate con lluvia es realmente peligroso y a mí lo que me interesa por encima de todo es llegar. Me adelantan un par de conductores más osados que yo y cada uno de esos adelantamientos me provoca un sobresalto.
Paso por el lugar donde apareció el cuerpo de Berazadi, y, como siempre, también esta vez me santiguo. En ese momento, un coche se me acerca a gran velocidad y yo le hago señal con el intermitente para que me adelante. Para mi sorpresa no lo hace, sino que se coloca, muy arrimado, detrás de mí. Agudizo la vista por el retrovisor y, ¡lo que me temía!, diviso claramente el rostro de Basilio, que conduce en solitario el vehículo que está a mis espaldas y que iba a ser sin duda el de mis desventuras.
‘En esa cuesta no me pillan a mí ésos’, le había dicho esta misma mañana a Jaime Arrese, convencido de que conocía perfectamente esta carretera que tanto he transitado y de mi pericia al volante, cuando la ocasión lo requiere. Así es que acelero bruscamente y me aplico al volante. Las ruedas de mi coche chirrían en un largo quejido en la siguiente curva, pero rápidamente le saco una gran distancia al coche de Basilio. Con el gesto crispado continúo mi velocísima carrera, cada vez más convencido de que en ese recorrido Basilio no me puede alcanzar. La ventaja es cada vez mayor, pero estos cachorros de ETA lo tienen todo previsto para consumar su sangrienta tarea. Además están bien adiestrados porque… En la siguiente curva, que es muy pronunciada y me hace reducir la velocidad para tomarla sin peligro, están apostados y debidamente armados los otros dos compañeros de Basilio, cuya misión, por el momento, ha sido la de levantar la liebre y enviar la contraseña a sus compañeros. Con esto no había contado, y para cuando quiero darme cuenta varias balas impactan en mi coche y dos de ellas se alojan en mi pecho. Doy un brusco volantazo y, ya sin control, mi vehículo se estrella violentamente contra un árbol de la cuneta. No sé si por las balas recibidas o por la violencia del choque, quedo totalmente inconsciente. Tampoco sé si he muerto. Pero mis asaltantes no quieren tener dudas.El Renault 4 se detiene detrás del mío y Basilio baja de él con parsimonia. Su rostro está radiante. Parece recordar mis palabras: ‘¡Me tendrás que matar bien muerto!’. Su mano empuña una pistola marca de la casa: una nueve milímetros parabellum. Camina con paso firme, seguro. Por fin va a ingresar en la nómina de los héroes de la patria. Por fin va a demostrar que el trabajo de modelación que los intelectuales de la revolución vasca han realizado con él va a dar sus frutos. Basilio y sus compañeros de comando han decidido que yo no regrese a mi casa esta noche. Ni esta noche ni ninguna noche. Apunta fríamente el cañón de su pistola en mi sien y dispara con gesto de orgullo. Es 12 de mayo de 1980.Son las nueve de la noche. Llueve torrencialmente».
EL MUNDO, 24/5/2004