JOAQUÍN LEGUINA-ABC     

«Iglesias, cada vez más autoritario con sus conmilitones, rueda por un camino sin rumbo alguno. Abraza la trampa del “derecho a decidir” y califica a los dos líderes secesionistas encarcelados por una juez (los Jordis) de “presos políticos”.

Es seguro que «El desengaño camina feliz y sonriente detrás del entusiasmo» Mde. De Staël 

EN las elecciones autonómicas (24-05-2015) Podemos obtuvo el 14% de los votos, un resultado que ya había alcanzado la IU de Anguita y que fue exactamente la mitad de lo que llegaron a pronosticarle algunas «prestigiosas» encuestas demoscópicas (el CIS, por ejemplo). 

Sin embargo, lo ocurrido en las municipales votadas ese mismo día fue otro cantar. En los ayuntamientos, con unos veteranos mascarones de proa, las llamadas candidaturas de «unidad popular» obtuvieron resultados espectaculares en Madrid, Barcelona, Zaragoza, Valladolid, Coruña o Santiago de Compostela, pero en La Coruña y Santiago, por ejemplo, las «mareas» no contenían ningún concejal de Podemos y tampoco en Zaragoza («Zaragoza en común»). En Barcelona, de los diez escaños que obtuvo la candidatura de Ada Colau, sólo dos eran de Podemos. En Madrid, de veinte concejales de Ahora Madrid, tan sólo ocho eran podemitas. Y ya que estamos en la Villa de Madrid, Podemos sacó en la autonómicas 280.000 votos y la candidatura encabezada por Manuela Carmena 520.000. 

Parece, pues, evidente que la posición inicial del grupo fundador de Podemos nunca convenció demasiado a los «españoles indignados y cabreados» que eran el caldo donde se fue cociendo esta «protesta ciudadana». Dicho de otro modo: fue la habilidad para trenzar alianzas más que la fuerza electoral propia la que explica el éxito municipal de 2015. 

En las sucesivas elecciones generales (20-122015 y 20-06-2016) Pablo Iglesias tuvo como su principal objetivo desplazar al PSOE y creyó conseguirlo metiendo en sus candidaturas a la IU de Alberto Garzón, pero fracasó en el intento (los votos no se suman tan fácilmente como los garbanzos). Luego vino la crisis catalana y es ésta la que puede llevar a Podemos a la insignificancia. ¿Por qué? 

Podemos ha seguido en este resbaladizo asunto una estrategia acordada con el «estado mayor independentista» y por eso ha parecido durante el «procés» un satélite de los separatistas. Pero la estrategia independentista fue bloqueándose por la intervención del Rey, el mediano seguimiento de la «Huelga General Patriótica» del 3 de octubre, el miedo desencadenado por el acoso a policías y guardias civiles, la fuga de grandes empresas, el rechazo de la UE, la reacción ciudadana de los catalanes no separatistas y el temor creciente al descontrol que suscitan la ANC y Ómnium como poderes fácticos de la sedición. 

Por otra parte, el separatismo ha sufrido una decepción a causa de la frustrada declaración de independencia y el resquebrajamiento de la idea de «independencia dulce» que, según ellos, el mundo aguardaba con los brazos abiertos. En sólo dos semanas se produjeron evidentes destrozos y riesgos económicos: reducción del consumo, del turismo, de inversiones… Mientras, el Estado ha ido recuperando la iniciativa y más tras la intervención del Gobierno autorizada por el Senado a través del 155, con el PSOE y Ciudadanos garantizando el apoyo. Enfrente, la respuesta separatista a la aplicación del 155 no ha podido ser más ridícula y temerosa. 

¿Y Podemos? Pues se ha convertido en cómplice de una estrategia enloquecida que ha terminado como el rosario de la aurora. Según un estudio, a mediados de octubre de 2017 Podemos ya había perdido el 21% de los apoyos respecto a mayo de 2016. Pero lo peor (siempre según las encuestas) ha venido después, tanto en votos como en cohesión interna.  El «efecto rebote» que ha provocado en Cataluña y en el resto de España el desmadre catalán no va a beneficiar en nada a Podemos. ¿Cuál es ese «efecto rebote»? Pues la dosis de racionalidad y sensatez que ha vuelto a muchas cabezas a causa del miedo que dan las mentiras y locuras del separatismo catalán. Ese miedo ha hecho crecer la racionalidad con la que hoy se expresa la sociedad española. 

La opinión pública del resto de España contempló los acontecimientos en Cataluña despreocupadamente hasta septiembre de 2017, como si aquello fuera un rifirrafe entre políticos, pero la escalada separatista produjo un súbito incremento de la preocupación. En junio de 2017 el 35,9% de los españoles se declaraba muy o bastante preocupado por la crisis catalana y en octubre había subido al 58,5%. 

Hay un acuerdo masivo entre todos los españoles acerca de que estos acontecimientos han perjudicado seriamente la economía de Cataluña (93%) y han dividido a su sociedad (88%). Por otro lado, en el resto de España sólo el 24% comparte la idea de que el sistema fiscal perjudica a Cataluña y debe revisarse. El 75% de la población española piensa, ante una declaración unilateral de independencia, que el Estado no debe aceptarla. También la imagen de las Fuerzas de Seguridad ha salido muy reforzada en el conjunto de España a causa de esta crisis.  Las ideas de los independentistas son muy minoritarias en el resto del país, sostenidas en exclusiva por votantes de Podemos y otros partidos nacionalistas, y apenas suman el 10% de los encuestados.  Como ha escrito Gabriela Cañas, «Iglesias se ha convertido en el nini de la política». Ni declaración unilateral de independencia ni 155. 

Pablo Iglesias celebró la última Diada, el pasado 11 de septiembre, en Santa Coloma de Gramanet y allí habló de una nueva mayoría para Cataluña, para, a renglón seguido, asegurar que también allí hay que echar al Partido Popular (minoritario y en la oposición). Acabó su discurso con un grito desconcertante: «¡Visca Catalunya lliure!». ¿Qué quiso decir con «lliure»? ¿Independiente?  Iglesias, cada vez más autoritario con sus conmilitones, rueda por un camino sin rumbo alguno. Abraza la trampa del «derecho a decidir» y califica a los dos líderes secesionistas encarcelados por una juez (los Jordis) de «presos políticos». Es seguro que quien no sabe a dónde va acaba llegando a cualquier sitio.