Ignacio Camacho-ABC

  • La política española sigue sin aceptar que el virus no espera, no respeta sus prioridades ni atiende sus estrategias

En política es un tópico, y como todos los tópicos basado en una verdad, la importancia del manejo de los tiempos. La habilidad, o el don, de dominar la agenda, marcar el compás de los acontecimientos o gestionar la iniciativa constituye un elemento esencial del liderazgo. Templar para mandar, como en los toros o en la vida misma. Aznar presumía, cuaderno azul en mano, de un control hermético de las decisiones y sus plazos. Rajoy disfrazaba de serenidad su alergia a los riesgos, y en vez de dirigir los tiempos dejaba que gobernaran ellos hasta que los problemas, como el de Cataluña, se le acababan pudriendo. Zapatero aceleraba los ciclos con arrogancia de visionario y la única vez que quiso frenarlos, en la crisis de 2010, resultó arrollado. Sánchez, que también blasona de su tino en la elección de los momentos, ha cometido un error de medida en Murcia -¡¡en Murcia!!- que puede arruinar la arquitectura de su mandato. Ese delicado juego de las siete y media, pasarse o no llegar, requiere observación, pensamiento de largo alcance, intuición táctica… y suerte. Y aun así ocurre a menudo que la realidad impone su propio calendario, desmorona previsiones, exige respuestas, estropea cálculos, malogra estrategias.

Es lo que está sucediendo con el Covid. No obedece, no respeta prioridades, no espera. Enmanuel Macron, obligado a confinar por enésima vez la región parisina -12 millones de habitantes, el 31 % del PIB francés-, se ha resignado. «El virus es el dueño de los tiempos», ha dicho antes de decretar el cerrojazo. El presidente galo también se jactaba de su dominio sobre los relojes de la política: olfato, finura de análisis, firmeza, tacto. Nada. La pandemia sólo atiende sus propias reglas. También lo ha entendido Mario Draghi, que no ha aceptado el mando en Italia para plegarse al electoralismo de los partidos ni para ser el más popular de la clase. Ha llegado como solución de emergencia, no piensa presentarse candidato y tiene manos libres para ordenar nuevas limitaciones drásticas de movilidad hasta que la inmunidad avance.

Los dirigentes españoles, en cambio, han decidido ignorar la realidad y seguir como si el virus no existiera, anclados en sus proyectos ideológicos, sus juegos de poder, sus obsesiones, sus ocurrencias. Las últimas, una ley de Eutanasia cuando la epidemia se lleva por delante a decenas de miles de ancianos que no han pedido a nadie que les alivie el tránsito, y una relajación general de las restricciones mientras media Europa advierte indicios de la cuarta ola. Aquí los tiempos los marca la propaganda, de espaldas a los hechos objetivos, a contraviento de la Historia. Y se legisla con desenfado sobre la muerte voluntaria en vez de proteger las vidas amenazadas por la letal rebeldía de la plaga. Ese desprecio al verdadero señor actual de las circunstancias constituye una insensata invitación a su venganza.