Al desinteresarse de la verdad de las personas y las cosas y aliarse con la supina tontería, los prejuicios hostiles dan paso a un odio automático y enfermizo. Así sucede con la homofobia, el machismo, el racismo, la xenofobia o el sectarismo ideológico.
Al mencionar ciertos nombres, se desencadena en algunos una reacción de rechazo, envuelta en absoluta ignorancia. Pienso en mi admirable amiga Consuelo Ordóñez, pero hoy hablaré de Rosa Luxemburgo, quien para los anticomunistas de profesión resuena como un diablo. Nacida hace 150 años, era polaca y judía. Desde su adolescencia militó en organizaciones marxistas, con 27 años se doctoró en Derecho y Economía Política, se casó y obtuvo la nacionalidad alemana. Entró en el SPD alemán, partido del que se distanció por su rechazo sin paliativos al militarismo consentido, y fundó la Liga Espartaquista. Su proyecto era despertar a la Humanidad de su letargo y no aceptar guerras contra nuestra voluntad. Supo enfrentarse a Lenin y decir que la primera parte de ‘El Capital’, de Marx, le resultaba indigesta. Además, creía y afirmaba que «sin una prensa libre y crítica, sin libertad de expresión y de reunión, es del todo impensable que amplios estratos de la población puedan ejercer el poder».
La holandesa Joke J. Hermsen incluye en su ensayo ‘Un cambio de rumbo’ una breve selección de sus cartas desde la cárcel. Expresaba sensibilidad: «El animal herido me miró; las lágrimas que asomaron a mis ojos eran sus lágrimas». Y complacencia por la belleza: «Hay algo, no sé qué, que me hace cantar por lo bajo el ‘Ave María’ de Gounod». Con 47 años fue asesinada por roja, pero ella era mucho más.