Cristian Campos-El Españo

 

Un repaso de los titulares más apocalípticos sobre el cambio climático publicados por la prensa de referencia del último medio siglo (el milenarismo climático nació en los años 60, al mismo tiempo que el marxismo cultural de la escuela de Frankfurt se apoderaba de las universidades occidentales) pone de manifiesto un detalle llamativo: ni uno solo de esos titulares se ha cumplido, ni siquiera por aproximación.

Si lo hubieran hecho, no estaríamos aquí para leerlos.

La lista es larga. En los años 60 se decía (lo decían los principales diarios del planeta) que el petróleo se agotaría en una década. Que la superpoblación esquilmaría los recursos. Que estallarían guerras por el control del agua. Que las hambrunas acabarían con la humanidad. Que la contaminación oscurecería el planeta.

Sobre la base de todas esas predicciones, para las que nunca faltaron estudios de alguna universidad anglosajona de prestigio que las apoyaran con datos y decenas de comisiones de la ONU que confirmaran con rotundidad la verosimilitud de sus peores escenarios, se rodaron películas, se escribieron canciones, se imprimieron libros y se grabaron documentales y monográficos de televisión.

No excesivamente buenos, por cierto. Como decía Javier Bilbao en Twitter este martes, «las fantasías sobre el apocalipsis nuclear [las de los años 50] eran mucho más bonitas. Fueron terreno fértil para la cultura pop y no había en ellas la impostura de una campaña mediática financiada; provenían de un miedo genuino».

En los años 70, la moda escatológica fue la nueva era glacial, que según la revista Time y otras similares iba a llegar en 1980. O en 2020. O en 2030. O en 2070, según la publicación que leyeras.

[En esto del milenarismo, una elemental prudencia recomienda tirar largo. Si el Apocalipsis se adelanta, siempre podrás decir que pecaste de optimista. Si el Apocalipsis no llega, no estarás vivo para sufrir la vergüenza por el fracaso de tus teorías].

En los años 70, los satélites demostraban sin lugar a dudas que el hielo avanzaba arrollador. Las hambrunas eran inminentes. El petróleo seguía agotándose y el racionamiento de alimentos y de agua era inminente en los Estados Unidos. Fue la edad de oro del cine apocalíptico: Naves misteriosasMad MaxCuando el destino nos alcanceLa fuga de Logan, La última olaRollerball.

En los años 80 y 90, el optimismo generado por los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y la caída del socialismo tras el derribo del Muro de Berlín condenaron al olvido las teorías milenaristas de la izquierda y de los verdes. Son años de descanso: la humanidad vuelve a tener una fecha de caducidad indeterminada y los milenaristas son percibidos de nuevo como zumbados con una agenda política.

En 1999 surge una nueva esperanza para los apocalípticos más cafeteros: el Efecto 2000. Por aquel entonces se llegó a decir que el 1 de enero de 2000 los aviones caerían del cielo como gorriones congelados.

Muchos de los crédulos que en aquel momento sostuvieron esa tesis creen hoy que el nivel del mar anegará en una década países enteros. Según estos crédulos, Aragón por fin tendrá playa. Y no será Cataluña: será una playa de verdad.

El miedo a un colapso digital de la civilización occidental llevó en 1999 a gobiernos y miles de empresas de todo el planeta a gastar 215.000 millones de dólares (el PIB de Grecia o Nueva Zelanda) en solventar el problema. El 31 de diciembre de 1999, cientos de millones de personas contuvieron el aliento.

La historia es vieja. No pasó nada. «No pasó nada precisamente porque nos gastamos 215.000 millones de dólares en solventar el problema» dijeron los milenaristas. En realidad, ni siquiera aquellas empresas que no se gastaron un solo céntimo en prevenir el Efecto 2000 sufrieron el menor contratiempo.

Nada, en fin, que no explique el viejo chiste conspiranoico:

–Me he gastado 100.000 euros en este spray repelente de tigres.

–Pero si vivimos en Nueva York y aquí no hay tigres.

–¡Ahí lo tienes! ¡El spray funciona de puta madre!

Pero el miedo generado por el auge del terrorismo islámico global y, sobre todo, la crisis financiera de 2008, abrieron una puerta de esperanza para la vuelta de los viejos miedos milenaristas de los años 60 y 70. La izquierda vio en ello la oportunidad de renacer de sus cenizas asumiendo con todas las consecuencias aquello que siempre se había negado a admitir. Que el socialismo no es más que una religión secular.

¿Y qué es una religión sin escatología?

En 2009, Al Gore vaticinó que el Ártico perdería todo su hielo durante los meses de verano en un plazo de entre cinco y siete años. Su predicción se basaba en el trabajo, entre otros, del doctor Wieslav Maslowski. Cuando un periodista le preguntó a Maslowski, este dijo no saber «de dónde ha sacado Gore esas conclusiones». «Un científico nunca haría una predicción tan precisa» añadió luego.

El milenarismo ha acompañado al hombre desde que existen memorias escritas y existen buenas razones para creer que la creencia en un apocalipsis inminente puede ser una ventaja evolutiva que cumple la misma función que cumplen las religiones en las sociedades primitivas. Es decir, la de cohesionar al grupo con la amenaza de un terror siempre indeterminado y de plazos inciertos.

Dado que la adhesión a esas creencias siempre comporta algún tipo de sacrificio (en el caso del milenarismo climático, ese sacrificio es el decrecimiento económico de las sociedades desarrolladas y la renuncia a las comodidades habituales de las clases medias occidentales) estas acaban derivando en rituales de adhesión mediante los que los acólitos demuestran su compromiso con el grupo.

En realidad, esos rituales de adhesión son hoy poco más que apariencia. Muy pocos de los que dicen estar abrumados por el cambio climático llevan a cabo sacrificios verdaderamente penosos en su vida, limitándose a gestos inanes y con muy bajo coste personal, como el reciclaje de basuras o algún post en sus redes sociales.

El activista medioambiental Michael Shellenberger, autor de No hay apocalipsis, lo llama «neurosis de masas». Shellenberger no niega el cambio climático, ni la contribución mayor o menor del hombre a él (algo que sólo niegan hoy los apocalípticos del bando contrario), ni que no debamos reducir los riesgos en la medida en que eso sea posible.

Shellenberger niega la conversión del medioambientalismo en una religión de masas que exagera hasta el paroxismo los riesgos, demoniza las soluciones al problema (la energía nuclear o el gas natural) y niega la realidad más evidente: que la amenaza es mucho, mucho menor de lo que se pretende.

Shellenberger habla de hechos, no de modelos, de previsiones o de escenarios.

Hechos como el de que cada vez menos personas mueren en todo el mundo por desastres naturales.

O como el de que las emisiones están disminuyendo en todo el planeta y lo van a continuar haciendo.

O como el de que la energía barata es un factor clave para el desarrollo de las naciones pobres y lo ha sido para el crecimiento y el progreso de Occidente.

O como el de que son los medioambientalistas los que están poniendo palos en las ruedas negándose, por ideología e ignorancia, a desarrollar y aplicar aquellas tecnologías que podrían aliviar el problema.

O como el de que detrás de la religión climática están los intereses personales de miles de científicos, burócratas, gobiernos y empresas de todo tipo que esperan obtener beneficios multimillonarios de la histeria por el cambio climático. Científicos, burócratas, gobiernos y empresas que perderían sus actuales privilegios y altavoces mediáticos si la histeria climática descendiera a niveles sólo levemente más sensatos.

Shellenberger explica cómo después de que se demostrara en los años 80 que el planeta no se estaba congelando (como se decía en los años 70) sino calentando, la primera respuesta de los progresistas fue negar la realidad.

Un informe de la Academia Nacional de Ciencias estadounidense en 1982 demostró que el gas natural, junto con la energía nuclear, sería suficiente para sustituir al carbón en el futuro. Los ecologistas y la izquierda negaron el estudio y afirmaron que cualquiera que negara el apocalipsis estaba a sueldo de la industria petrolera.

El viejo truco socialista. Si la realidad desmiente tus supersticiones, convierte la realidad en un tabú y demoniza a quien lo ponga en cuestión.

Como explica Shellenberger en este artículo, «los activistas del clima se han pasado los últimos 15 años oponiéndose al fracking cuando este es el principal responsable de que las emisiones de los Estados Unidos hayan caído un 22% entre 2005 y 2020, cinco puntos más que los que Obama propuso reducir en el Acuerdo de París».

Van a hacer falta, en definitiva, muchos más ecologistas, progresistas y políticos tomando decisiones estúpidas para que las peores predicciones del apocalipsis climático se cumplan. Por ellos no quedará, desde luego.