Abdicar de la violencia implica renunciar a obtener ventajas políticas de su cese, y ese es un paso que Otegi se resiste a dar. Con independencia de cuál sea el formato de la negociación, el planteamiento sigue siendo que los demás deben estar dispuestos a acordar cómo se aplican las propuestas de la izquierda abertzale, de cuya aceptación depende la definitiva superación del conflicto que está detrás de la violencia de ETA.
Personas conocedoras de las interioridades del mundo abertzale opinaron en los meses que siguieron al alto el fuego de ETA en 2006 que, pese a las incertidumbres derivadas de la actitud de la banda (continuidad de la extorsión, por ejemplo), valía la pena el intento de final dialogado de la violencia en que se había embarcado el Gobierno. Y ello porque, en el peor de los casos, si ETA rompía unilateralmente la tregua como había hecho en anteriores ocasiones, su brazo político, Batasuna, no se plegaría esta vez a la autoridad armada; que Otegi y compañía romperían a su vez con ETA, lo que daría lugar a una dinámica diferente. Una ETA sin su brazo político, ya no sería ETA; y una Batasuna sin las pistolas respaldando sus amenazas, no sería ya Batasuna.
Tal hipótesis no se verificó. Los dirigentes de ese partido se mostraron compungidos, pero no se atrevieron a exteriorizar rechazo alguno o a insinuar siquiera la posibilidad de cortar los vínculos con los encapuchados. Sin embargo, el efecto previsto en 2006 acabó aflorando, y tres años después del bombazo de la T-4 era bastante evidente que estaba germinando una contradicción entre los intereses de ETA y los de Batasuna. El de esta organización por recobrar la legalidad y participar en las elecciones no era nuevo, pero diversos síntomas revelaron que al menos una parte de sus dirigentes habían interiorizado que solo alcanzarían ese objetivo si cesaba de manera definitiva la violencia.
Desde comienzos de 2010 esos síntomas fueron tomando forma orgánica. La debilidad de ETA, motivada sobre todo por la eficacia policial, dio ocasión al grupo más politizado de la dirección de Batasuna de organizar un debate interno entre cuyas conclusiones figuró, aunque de manera algo ambigua, la afirmación de que era posible alcanzar sus objetivos políticos por medios no violentos. Ambigua porque conservaba un rasgo esencial de todas las formulaciones anteriores: que el fin de ETA formaba parte de un proceso de negociación sobre sus objetivos políticos esenciales. Y en esto no había contradicción de fondo entre los planteamientos de ETA y los del partido ilegalizado.
Ese rasgo sigue presente en la entrevista con Otegi que hoy se publica en EL PAÍS , y que viene a ser un reflejo del estado actual de la reflexión iniciada tras la ruptura de la tregua de 2006. Sin embargo, sería absurdo negar que ha habido una evolución, y miope ignorar que ello ha sido debido a la firmeza del Gobierno y los partidos para no ceder a la pretensión de que pudiera reanudarse un proceso como el de 2006 partiendo del punto anterior al atentado de Barajas (o sea, como si ese atentado no hubiera existido).
Con matices, todos los partidos nacionalistas sacaron de aquel desenlace la conclusión de que había perdido toda credibilidad cualquier proclamación de tregua que no significara abandono definitivo, irreversible, de las armas. Fue Aralar, partido escindido de Batasuna, quien lo formuló con más precisión: en adelante solo sería atendible una tregua unilateral, incondicional y definitiva. Ello obligó a los líderes de Batasuna a ir afinando sus posiciones. Y su estrategia. Fue un acierto la decisión de buscar su legitimación mediante un debate interno con resoluciones votadas por las bases. Muy significativamente, a la pregunta de qué ha cambiado en la dirección de ETA, Otegi responde que lo fundamental es que ahora hay un mandato de las bases que no admite ambigüedades y debe ser asentido; o sea, obedecido.
Ya no se trata de opiniones personales para convencer a ETA, sino de resoluciones. Fue inteligente empezar por ese debate, aunque Otegi incurre en una pequeña contradicción al utilizar ese argumento y al mismo tiempo negar la existencia de vínculos no solo ideológicos entre ETA y Batasuna: la banda debe obedecer a las bases de esa organización porque ambas forman parte de un mismo entramado.
El principal paso dado por Batasuna en busca de credibilidad se refleja en la afirmación de Otegi de que la decisión de suspensión temporal o definitiva de la lucha armada no debe estar sujeta a la existencia de acuerdos de naturaleza política entre los partidos. Es decir, que el cese de la violencia debe ser unilateral e incondicional, previo a cualquier otra decisión (sobre presos, por ejemplo). En las conversaciones de 2006, ETA y Batasuna daban por supuesto que el avance hacia el fin de la violencia estaría condicionado por los pasos hacia el acuerdo político. Aunque habla de suspensión temporal o definitiva, lo de ahora es diferente, por más que sea incoherente admitir eso y a la vez considerar que exigir el abandono definitivo como punto de partida es comenzar la casa por el tejado. En todas las respuestas se aprecia un afán por convencer de que el cambio de posiciones es real: incompatibilidad entre estrategia independentista y violencia, incluyendo la kale borroka. A los jefes de ETA les pediría ahora una tregua unilateral, permanente y verificable ; la liberación de los presos solo será posible tras el fin definitivo de la lucha armada; su apuesta por las vías políticas y democráticas es irreversible y no imagina circunstancias que puedan modificarla en el futuro.
Sin embargo, tales afirmaciones son seguidas muchas veces por matizaciones en la línea de la ortodoxia tradicional: la teoría de las dos violencias simétricas, la de ETA y la del Estado; y la existencia de una mancha de origen en la democracia española que obligará a emprender una segunda transición que la izquierda abertzale, dice Otegi, está preparada para encabezar. La extorsión debe desaparecer, pero al igual que debe desaparecer cualquier otra vulneración de derechos, como la ilegalización, el cierre de medios o la tortura (mezcla infame de actuaciones judiciales legales y legítimas con delitos como la tortura). Las armas deben dejar de formar parte del escenario político, pero la superación definitiva de la violencia y del conflicto político se alcanza mediante el diálogo y la negociación. El viejo dilema de si ETA es un síntoma del conflicto político o el conflicto mismo lo resuelve Otegi argumentando que la retirada de ETA supondrá el fin de la vertiente armada del conflicto, pero que este seguiría abierto. El fin de la violencia es necesario, pero sobre todo para propiciar un marco de negociación.
Abdicar de la violencia implica renunciar a obtener ventajas políticas de su cese, y ese es un paso que Otegi se resiste a dar. Con independencia de cuál sea el formato de la negociación, el planteamiento sigue siendo que los demás deben estar dispuestos a acordar cómo se aplican las propuestas de la izquierda abertzale, de cuya aceptación depende la definitiva superación del conflicto que está detrás de la violencia de ETA.
Desde Anoeta (2004) distingue Otegi entre la negociación de las consecuencias del conflicto (presos y víctimas), que corresponde al Gobierno y ETA, de la negociación política, en la que participan los partidos. Pero no se argumenta por qué habrían estos de plegarse a negociar con una formación ilegal determinados cambios del marco político. Para eso ya existen las instituciones, y sus reglas de procedimiento, y si Batasuna no está en ellas (después de muchos años en que sí estuvo, lo que no le hizo distanciarse de la violencia sino pedir el voto diciendo que «votar HB es votar a ETA»), es porque no puede haber igualdad de oportunidades cuando uno de los partidos que concurren a las elecciones actúa como expresión política de una organización armada que considera legítimo asesinar a los concejales de los demás partidos, volar sus sedes o acosar y amenazar a quienes expresen en público opiniones contrarias a las suyas.
Fue esa ilegalización y la perspectiva de que no se levantaría mientras ETA siguiera en activo lo que movió a Batasuna a modificar su estrategia político-militar, tomar distancias respecto a la organización armada y asumir más tarde, como hace Otegi en esta entrevista, la incompatibilidad entre la estrategia independentista y las bombas. Todo ello es un efecto demorado de la ruptura por ETA de la tregua en diciembre de 2006, lo que condenaba a los presos a abandonar toda esperanza y a los dirigentes de Batasuna a la ilegalidad indefinida. Así lo entendió Otegi, según se desprende de la entrevista, aunque todavía no ha sacado todas las consecuencias que de ello se derivan.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 17/10/2010