ABC-IGNACIO CAMACHO

El debate premió a los dos candidatos populistas porque se está rompiendo el eje moderado que vertebraba la política

EL debate del lunes dejó una mala noticia para los liberales, y es que fueron los dos candidatos populistas quienes salieron premiados. Iglesias y Abascal –o al revés, monta tanto– quizá no creciesen en votos pero sin duda consolidaron el de sus partidarios, lo que en el caso del resto de sus rivales no está tan claro. Ambos contaban con la ventaja esencial de sentirse liberados de cualquier compromiso viable o pragmático: les bastaba con soltar sus disparatados programas de máximos y batirse el uno contra el otro en plan bizarro para galvanizar a sus respectivos electorados. El líder de Podemos tiene experiencia en este tipo de asaltos y el de Vox, situado por sorteo en el centro del escenario, entró inseguro y algo desorientado pero luego supo aprovechar con intuición y habilidad el espacio que los demás le dejaron porque los gurús del PSOE y el PP habían dado la consigna de ningunearlo. Para desgracia de la España moderna, la que está harta de fantasmas del pasado, el momento más vivo de la aburrida noche fue el rifirrafe a cuenta de la memoria histórica y de Franco.

Esa noticia del auge extremista es especialmente perniciosa para la derecha, porque en el bando opuesto los socialistas ya tienen más o menos cogida la medida a Iglesias aunque no logren reducirlo a la dimensión que ellos quisieran. Pero con Vox por encima de los cuarenta o los cincuenta escaños que le dan las encuestas y con Cs en vía muerta pese a la agitada sobreactuación de Rivera, no habrá modo de cuajar una alternativa moderada a la hegemonía de la izquierda. La posverdad trumpista de Abascal, sus expeditivas recetas propias de un Gil y Gil sin guayabera, encuentran eco en un votante harto de que separatistas y comunistas se le suban a la chepa. A ese español cabreado con las autonomías, la inmigración, el feminismo o las doctrinas políticamente correctas le ha salido una cierta vena antisistema y suspira por un envite autoritario que le dé una patada a la mesa. Se siente atropellado y las garantías jurídicas le parecen una monserga: oye hablar de meter en la cárcel a Torra –¿quién? ¿el Gobierno con una Stasi a sus órdenes directas?– y vibra como si recibiese una corriente eléctrica. Quiere a la Legión en Cataluña y a los menas en la frontera; un estado de opinión fruto de la flojera con que la democracia ha abandonado sus mecanismos de autodefensa.

Porque este florecimiento del antiliberalismo por ambos extremos responde al fracaso previo del clásico paradigma bipartidista europeo. Abascal es más templado que Salvini o Le Pen pero su clientela comparte el mismo proyecto de garantizar el orden antes que los derechos. Y en España ese orden está además amenazado por un independentismo insurrecto al que el Gobierno trata con excesivo respeto. La política española tiene un problema serio: se está quebrando el eje que la vertebraba desde el centro.