Miquel Escudero-El Imparcial
Ha quedado convenido que la historia contemporánea se inauguró con el arranque de la Revolución francesa, en 1789. Uno de los efectos de ésta fue el establecimiento del Servicio militar obligatorio. Así, poco más de dos años antes de comenzar el siglo XIX, la Ley Jourdan proclamaba en su primer artículo que “Tout français est soldat et se doit à la défense de la Patrie”. Significó el reclutamiento universal y obligatorio de los jóvenes franceses. Al poco se produjo el golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799) que supuso el ascenso al poder del general Napoleón Bonaparte, quien, cinco años después, se coronó emperador con 35 años de edad.
Se disparó la devoción por la lucha y el heroísmo personal, y los soldados se convirtieron en objeto de atención y admiración. Se hicieron ávidos de gloria ante enemigos de quienes se decía que pretendían aniquilar la sociedad. Aparecieron figuras míticas como François Séverin Marceau, que llegó a ser general con sólo 21 años (Napoleón, con la misma edad que él, lo fue a los 24), pero murió en combate con 27. El ascenso de Bonaparte afianzó la organización burocrática del Ejército y su espíritu de cuerpo como grupo separado y emergente frente al poder civil. Y su ejemplo fue adoptado por toda Europa.
El historiador Alberto Cañas de Pablos ha escrito el estudio Los generales políticos en Europa y América, donde desarrolla la inmensa atracción que Napoleón produjo en todo el mundo. El culto a la patria creció con rapidez en el ambiente revolucionario de aquella época, su idolatría llegó a justificar cualquier acción o sacrificio. Robespierre, promotor del terror como justicia rápida, severa e inflexible, sentenció sobre el rey de Francia Luis XVI (a quien se guillotinó el 21 de enero de 1793, cuando tenía 38 años): “Luis debe morir porque la patrie debe vivir”. Palabras que año y medio después se aplicarían contra él, cuando fue guillotinado con 36 años de edad. Más allá de los tremendos dramas personales que se originan en los tiempos demenciales, éstos siempre pasan una alta factura social. La heroicidad más valorada, la principal posible, era el éxito y el arrojo con las armas, lo que legitimaba la toma del poder por la fuerza.
En cualquier caso, la muerte de Napoleón (expiró en 1821, desterrado en la isla de Santa Elena, a los seis años de su derrota en Waterloo) no le hizo caer en el olvido. Cañas de Pablos revisa algunas figuras militares de entre 1810 y 1870, vistas desde el magnetismo napoleónico. Nacido en Pau y casado con una antigua novia de Napoleón que, a su vez, era cuñada de José Bonaparte, el mariscal Jean-Baptiste Bernadotte acabó teniendo serias diferencias con su emperador. De forma sorprendente, en 1810 figuras suecas lo designaron heredero del rey sueco Carlos XIII (buscaron en Francia un ‘Napoleón sueco’ que asegurase orden y progreso; pesó en aquella decisión el inmejorable trato que cuatro años antes había dispensado a los prisioneros suecos al tomar la ciudad de Lübeck). Ocho años después, Bernadotte fue coronado como Carlos XIV Juan de Suecia (y Carlos III de Noruega) e inició la dinastía que hoy reina en Suecia. Quiso y supo ganarse la voluntad de sus nuevos compatriotas, se esmeró concienzudamente en aprender todo lo que pudo sobre Escandinavia y entabló sólidas relaciones entre la ciudadanía.
Designado el ‘Napoleón portugués’, Saldanha ha sido encomiado por su perspicacia y valor, y porque tenía música en la voz. Del italiano nacido en Niza Giuseppe Garibaldi, se destaca que nación y condición militar se fusionaban en él. Se ha resaltado el atractivo de su mirada y de su voz. Por su parte, Simón Bolívar conoció a Napoleón en París, en 1804; un modelo de general bien distinto al de José de San Martín.
El himno de la República española, o himno de Riego, es el que cantaban las tropas del teniente coronel asturiano Rafael del Riego en su exitoso pronunciamiento liberal en la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan, el 1 de enero de 1820. Tras el retorno de Fernando VII, que puso fin al trienio liberal, fue ahorcado en noviembre de 1823, con 39 años. Otras figuras extraordinariamente populares en España fueron Bartolomé Espartero y Juan Prim. Eran militares que no sabían quedarse en sus cuarteles. Toda esta forma de ser y de estar arrancó con la Revolución francesa y fue espoleada por la fuerza deslumbrante y brutal de Napoleón Bonaparte, que tanto alteró al viejo continente y cuya sombra llegó también al Nuevo mundo y lo zarandeó-
Una repercusión que no distingue entre lo que desde la Revolución francesa se ha dado en llamar derechas e izquierdas, siempre inciertas y que nunca merecen que sus titulares queden blindados, hagan lo que hagan, de forma automática e irracional, como hoy sigue siendo habitual e incluso ‘obligado’ en ambas direcciones.