Ignacio Camacho-ABC
- El contradictorio vaivén de las mascarillas es la metáfora de una gestión basada en la mixtificación y la superchería
Desde que se le fue de las manos la epidemia en aquel ocho de marzo convertido en una bomba vírica de altísima potencia, el Gobierno ha abordado la crisis con una mezcla de ofuscación, desorden e incompetencia que ha intentado camuflar mediante el recurso a la intoxicación, la mentira y la manipulación fraudulenta. Nada que pueda sorprender en el estilo habitual de Sánchez e Iglesias, que han hecho de la propaganda el eje central y casi único de una estrategia a cuyo servicio han comprometido la independencia de poderes y la limpieza de las instituciones básicas del sistema. Pero el paroxismo de la marrullería y la simulación lo han alcanzado bajo el marco excepcional del estado de alerta, empleado de
mala manera como escudo legal de su inoperancia manifiesta. Las medidas de excepción les han servido de herramienta para firmar contratos sospechosos, anular todo atisbo de transparencia, chulear al Parlamento, tratar de amordazar la libertad de expresión en redes sociales o prensa y esconder su responsabilidad en el criterio de presuntas autoridades científicas expertas cuya identidad, salvo la del abrasado portavoz Simón, se cuidan de mantener secreta.
El epítome de esa ceremonia instrumental de la confusión y el engaño ha sido el contradictorio sainete de las mascarillas, que han pasado de adminículo superfluo a imprescindible seguro de vida en un proceso directamente relacionado con las dificultades que el Ejecutivo encontraba para adquirirlas. Nada habría que objetar si desde el principio se hubiese informado con sinceridad a la ciudadanía de que ante la escasez inicial era menester priorizar de forma estricta la demanda de los sanitarios y demás personal esencial en unas circunstancias de gravedad crítica. Sólo que en vez de eso, y por no reconocer su reacción tardía y su posterior extravío en un mercado de fuerte tensión especulativa, el Gabinete prefirió divulgar el bulo intragable de que no servían como elemento de protección contra una enfermedad transmitida, como cualquier profano sabe, a través de gotículas. Ahora que las va a declarar obligatorias se enfrenta a la más cruda evidencia de su credibilidad arrasada en una fallida maniobra de adulteración comunicativa, metáfora de toda una gestión basada en el embozo, la mixtificación, el enredo y la superchería. Con el aval cómplice, esto es lo más triste, de una presunta nómina de especialistas que se han dejado en el doloso empeño algo más que jirones de su reputación clínica.
Esta estúpida operación de autoencubrimiento, repetida por cierto con los test que también fueron desaconsejados con desprecio, ha arruinado sin posible remedio la confianza de la opinión pública en las recomendaciones de los técnicos. Otro parapeto sanchista que se derrumba con estrépito. Hasta el más contumaz de los embusteros sabe que no se puede mentir a todo el mundo todo el tiempo.