Juan Carlos Girauta-ABC

  • Un espíritu se cierne sobre Europa y sobre la cultura occidental: el de Juan Pablo II

En su centenario, San Juan Pablo II invita a decantarse por la historiografía de la nariz de Cleopatra, que, según Pascal, habría cambiado la faz de la Tierra si hubiera sido más corta. Sin ese Papa, la historia sería otra y peor. Uno ya viene decantado desde que leyó La miseria del historicismo de Karl Popper, antídoto contra el determinismo. La mandanga, en su versión más depurada, se llama materialismo histórico, y ha permitido a varias generaciones atravesar la escuela y la Universidad sin conocer personajes del pasado. El gigante polaco no solo derrotó al comunismo; su figura también desmonta la teoría subyacente. Pero el mundo no se ha enterado.

Hay marxistas metodológicos de verdad, raras aves que sí conocen

la historia y se deleitan con la ortodoxa selección de hechos. Luego están los innumerables individuos que, al opinar, son marxistas sin saberlo, del mismo modo que el Jourdain de Molière hablaba en prosa.

Pero ojo, burgueses gentilhombres, porque un espíritu se cierne sobre Europa y sobre la cultura occidental: el espíritu de Juan Pablo II. A Marx hay que darle siempre la vuelta, como a un calcetín, administrarle el mismo insolente tratamiento que él aplicó a Hegel. Así veremos que la doctrina que impregna a tanto inconsciente de dos o tres libros se presentó en origen como «científica» porque era pura superstición. O que los filósofos se están limitado a transformar el mundo cuando de lo que se trata es de interpretarlo. A similar conclusión llegaba aquí el otro día Jon Juaristi. O quizá Gabriel Albiac. Me van a disculpar, ambos brillan tanto que te pueden cegar.

A lo que iba. Revisamos la biografía de San Juan Pablo II sin anteojeras. Le vemos erguirse y avalar la nariz de Cleopatra, y sentimos gratitud y admiración desbordantes. Lidiar con los dos totalitarismos del siglo XX. Sufrirlos en sus carnes y en las de sus amigos. Tantear la realidad desde el teatro, la poesía, el ensayo y, por fin, modelarla desde el más elitista de los géneros literarios: la encíclica. De joven descubrió la entrada a todas las sutilezas en San Juan de la Cruz. Lo abordó en español, quedó fascinado, supo que ahí estaba todo, le consagró su tesis doctoral.

Me pregunto cómo llegaron a acariciar un oído polaco, con tan perdurable dulzura, esos versos que abarcan la plenitud del Universo mediante una bellísima enumeración. Arranca con «Mi amado, las montañas, // los valles solitarios nemorosos», y termina en el lecho florido. En El Aleph, Borges, puesto a simular la visión del todo, o de todo, recurrió a esa misma técnica. No sin antes echar mano de este delicado truco de mago virtuoso: «¿Cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas». ¡Zas! Escamoteaba, a la vista de todos, al místico por excelencia porque estaba a punto de enumerar para englobar. Pero en prosa, Jourdain.