Eduardo Uriarte-Editores

Ortega, en su “España Invertebrada”, avisó del particularismo como una perversa tendencia política de cada ámbito social y político que desembocaría en “la acción directa” de cada uno de ellos provocando la desvertebración de la nación. Empezó por observar a los militares, seguía por los partidos, clase media, obrera, aristócratas, gremios, etc., describiendo el panorama previo a la tragedia a la que España se encaminaba. Con la asunción del “identitarismo” por parte del PSOE actual como fundamento ideológico, ideario extrapolado del etnicismo que tan buenos resultados electorales otorga a los nacionalismos periféricos, similar a lo que Ortega llamó particularismo, el socialismo español vino a aceptar, y a convertirse en instrumento, de la desvertebración política española.

Para Ortega, el particularismo conlleva perder la “sensibilidad por el resto de los grupos fraternos” y a creer que la misión del colectivo consiste en imponer directamente su voluntad. “Ahora bien, una nación es, a la postre, una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros”. De ahí que en el ideario socialista se pasara con Zapatero de la nación como concepto discutido y discutible (empieza la desvertebración), al plurinacionalismo de la nación en Sánchez, es decir, a la anulación de la nación, erigiendo únicamente al ente particular, al partido, en referente de la acción política. Este proceder no sólo conduce a la acción directa, con ella va necesariamente el autoritarismo y la abolición del parlamentarismo. Así el cainismo, desterrado en la Transición, reaparece sorprendentemente en manos de una generación que no ha conocido ni por asomo la tragedia de su predecesora.

En España, donde anómalamente al primer ministro se le denominó presidente, limitando las potestades del jefe del Estado, el rey, los presidentes del pasado se cuidaron de no ejercer el presidencialismo. Sus discursos se constreñían al ámbito parlamentario con respuesta de la oposición, el discurso a la nación a través de los medios de comunicación se cedía al monarca, que, a excepción del acostumbrado de navidad, sólo lo ha ejercido en situaciones de crisis, el 23F, o la sedición en Cataluña. Sorprendiendo su ausencia ante la actual.

Nuestro presidente, que confundió el sitio que debía ocupar al lado de los reyes en algún acto protocolario, pródigo a usar y exhibirse en el Falcón, que no ha dejado de dirigirse en directo a la ciudadanía semanalmente -la mayoría de las veces sin nada que no pudiera explicar un director general sobre la pandemia-, que en discutible legalidad no duda en aplicar el estado de alarma, evitando la legislación ordinaria, que lo prorroga excesivamente (en dudosa legalidad también), y que a la cuarta prórroga la reclama por un mes de duración (el doble de tiempo al que autoriza su aplicación), adopta un comportamiento que agrede el orden institucional. Caso llamativo por su exceso en cuanto a limitación de derechos ciudadanos, paralización del control de las Cortes, acaparamiento de poderes, arbitrariedad en muchas decisiones, frente al proceder menos restrictivo en nuestras vecinas repúblicas por sus presidentes. Que ellos sí son presidentes.

Tras el discurso izquierdista y sectario puesto en vigor por el actual socialismo, y de odio por parte de Podemos, no parece que esta deriva autoritaria sea sólo una exagerada aplicación del estado de alarma para hacer frente a la pandemia, sino, por el contrario, la excusa de la amenaza de la pandemia para entronizar el poder de la izquierda en España al estilo bolivariano.

Constituye un flagrante desprecio a la legalidad, al parlamentarismo, a todo el que haya tenido alguna legislación en la mano, la actitud prepotente de solicitar tras repetidas prórrogas del estado de alarma una de duración de un mes cuando la ley sólo lo permite por quince días prorrogable por otros quince tras autorización del Congreso. O no existe conciencia por parte de sus promotores de la gravedad que supone jugar desde el Gobierno con la estabilidad del sistema, o, lo que es peor, y más probable, se adopta conscientemente para abatirlo. Cualquier demócrata sensible podría considerar que se está sobrepasando el límite del Estado de derecho y atentando contra sus necesarios contrapoderes.

En tema tan delicado como la suspensión de derechos fundamentales por el estado de alarma le hubiera llevado a todo gobernante respetuoso con la democracia a utilizarlo mínimamente, observando, además, que nuestros vecinos o no la han usado o han salido de las medidas restrictivas antes que nosotros. El problema es que tanto a Sánchez como a Iglesias se les ve cómodos en esta situación de autoritaria excepcionalidad. No dudando en provocar al Congreso ampliando la emergencia por un mes más hasta alcanzar el cierre parlamentario del verano.

L’Etat c’est moi.