Así es, en efecto. La creación de empleo le importa a este Gobierno una higa, y otro tanto cabe decir de patronal y sindicatos. A lo largo de las últimas semanas en las que Pedro Sánchez y sus vicepresidentas, en busca y captura de los votos necesarios para poder aprobar la norma en el Congreso, han ofrecido un espectáculo de mercadeo impropio de un país serio, el empleo ha sido la última de sus preocupaciones. Porque si realmente la creación de puestos de trabajo importara en una España que soporta una tasa de paro inaceptable desde un punto de vista democrático, y no hablemos ya de un paro juvenil capaz de avergonzar a cualquiera, entonces no hubiera sido posible no ya validar esta «contrarreforma» en las lamentables condiciones en que se aprobó el jueves, sino siquiera haberla presentado en sociedad y mucho menos haber contado con el respaldo de la patronal y las bendiciones de unos medios, los pocos independientes que siguen resistiendo el rodillo sanchista, que se han tragado el anzuelo de una reforma laboral «moderada», avalada «por el mayor consenso de la historia de la democracia».
En realidad esta es la reforma de Comisiones Obreras, que es el sindicato que parte el bacalao en el ministerio de Trabajo donde se ubica Yolanda Díaz, sindicalista ella misma además de militante del PCE, y que es quien realmente ha trazado las líneas maestras de un bodrio sobre el que deberá pronunciarse en su día el Tribunal Constitucional tras lo ocurrido el jueves. Es el pago del Gobierno de coalición a unos sindicatos que, perjudicados por la «reformita» emprendida por el Gobierno Rajoy en 2012, aspiraban a recuperar todo el poder perdido en las empresas a cambio de asegurar al Ejecutivo social comunista el mantenimiento de la paz social a pesar de todos los pesares, a pesar del precio de la luz, los carburantes, la inflación galopante y todo lo demás. Es una reforma que introduce rigideces adicionales en una legislación laboral muy paternalista, en el fondo muy franquista, que no contribuirá a crear empleo a medio y largo plazo porque, por desgracia, eso es lo que menos preocupa al Gobierno y a sus socios. Como escribió aquí José Luis Feito hace pocas semanas, «la reforma laboral no es tan mala como se temía, pero el marco laboral resultante será peor que el que había«.
Un marco laboral cuya bondad viene definida por su capacidad para generar puestos de trabajo, virtud medida en términos de una tasa de empleo (resultado de dividir el empleo total entre la población en edad de trabajar) que en España es entre 15 y 10 puntos inferior a la de Alemania o Francia, y que es el talón de Aquiles de una economía con una escasa capacidad estructural para crear el empleo que demanda su población, algo que explica las cifras de paro españolas pero también el diferencial de renta per cápita y naturalmente la recaudación fiscal por PIB con respecto a los países más ricos de nuestro entorno. Cualquier reforma laboral debería ir, pues, encaminada a mejorar esa tasa de empleo, sacrificando a ese objetivo metas tan deseables como la reducción de la temporalidad o la subida de los salarios más bajos, porque todo se daría por añadidura en caso de alcanzar aquel objetivo capital.
Si realmente la creación de puestos de trabajo importara en España, no hubiera sido posible no ya validar esta «contrarreforma», sino siquiera haberla presentado en sociedad
Y, ¿por qué la economía española tiene tan escasa capacidad para crear empleo? Porque sobre las empresas pesan una serie de cargas que les impiden desplegar todo su potencial. Las cotizaciones a la Seguridad Social, por ejemplo, comúnmente tachadas de «impuesto al empleo», la variable que más negativamente incide en la creación de puestos de trabajo y en los salarios, que en España suponen una proporción del PIB y de los costes laborales claramente superior a la media de OCDE/UE. Unas cotizaciones (que el ministro Escrivá acaba de aumentar en medio punto) que no resuelven las angustias de la Seguridad Social (menos salarios y menos empleo) y que obligan a las empresas a trasladar a precios esos costes, cuando no a recortar salarios o sencillamente a no contratar nuevo personal, por no hablar de las que se van a la economía sumergida. «La reducción drástica de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social es una condición necesaria para rebajar el aberrante nivel de paro de nuestro país, el principal desequilibrio económico y social que padecemos», en palabras de Feito, seguramente uno de los mejores conocedores de nuestro mercado del trabajo. Ni una sola mención a este problema en la «contrarreforma» aprobada el jueves por la sindicalista ministra Yolanda.
También los costes del despido, un asunto directamente relacionado con la elevada temporalidad y la relativamente escasa contratación indefinida. Para nuestra neorrancia izquierda, la temporalidad es el pecado de lesa humanidad de un empresariado brutal que disfruta explotando al obrero. Ignora que los costes de despido efectivo, muy superiores en España a la media OCDE/UE, tienen su traslación directa en una temporalidad también superior a las medias comentadas. A mayores costes de despido, mayor temporalidad. A la señora Díaz y a su sindicato favorito les encantaría acabar con la temporalidad por el expeditivo método de prohibirla, pero no es así como funcionan las cosas en economía. En mercados laborales desarrollados, la tasa de temporalidad (resultado de dividir el empleo temporal entre el total de empleo) depende de los costes del despido de los contratos indefinidos y, en menor pero no desdeñable medida, de la estructura productiva de un país con sectores tan estacionales como el turismo o la agricultura. Reducir la temporalidad, objetivo loable donde los haya, no debe por ello hacerse a costa de dañar la creación de empleo y el crecimiento de la economía.
De modo que la contrarreforma Sánchez persigue reducir la temporalidad sin, naturalmente, tocar los costes del despido, con lo que cualquier avance en esa dirección será asunto meramente coyuntural sin traducción en un aumento proporcional de los contratos fijos. La minirreforma Rajoy redujo esos costes a 20 días por año trabajado en el caso de los despidos objetivos y a 33 en el de los improcedentes (la inmensa mayoría, gracias al celo populista de los llamados «jueces de lo social»), por lo que a eternamente Yolanda, tacón de aguja Yolanda, y a sus «sindicatos langostino» nada les hubiera gustado más que pegarle a esos costes una patada «parriba» capaz de dejar temblando a nuestro endeble parque empresarial, pero esa ha sido una línea roja impuesta por Bruselas que ha obligado a la señora a tragarse educadamente el sapo.
A todo esto se refieren los expertos cuando hablan de «flexibilizar» el mercado laboral para permitir a la economía crear el empleo suficiente para reducir drásticamente nuestras cifras de paro. España no solo no necesita una contrarreforma reaccionaria que añade rigidez al mercado de trabajo, sino que lo que de verdad necesitaría sería darle una nueva vuelta de tuerca a la tímida Reforma Rajoy de 2012 en un sentido liberalizador bajando cotizaciones sociales, reduciendo aún más los costes de indemnización por despido, liberalizando sectores para obligar a competir y abaratar precios, acabando con la financiación pública de patronal y sindicatos, garantizando la independencia efectiva de los organismos de control, apuntalando la seguridad jurídica, y acometiendo políticas reales, en términos de educación y formación profesional, capaces de reducir la bolsa de trabajadores de muy baja productividad, víctimas propiciatorias de salarios igualmente muy bajos, y cuyo rescate no puede venir vía BOE con subidas manu militari del SMI.
Lo que de verdad necesitaría el mercado laboral español sería darle una nueva vuelta de tuerca a la tímida Reforma Rajoy de 2012 en un sentido liberalizador
Nada de esto contempla la contrarreforma de marras. Valga como botón de muestra el caso de los convenios de empresa que, aunque siguen vigentes, remiten a los convenios sectoriales cuestiones tan importantes en la vida de una pyme como la negociación salarial o la jornada laboral, lo que supondrá para no pocas de ellas aumento de costes que muchas no podrán asumir, además de significar la entrega del poder a los sindicatos, a quienes doña Yolanda aumentó el año pasado las subvenciones en un 57,7% (CC.OO.) y en un 54% (UGT), que es lo que, en definitiva, persigue esta reforma. Ello por no hablar de la subcontratación, la ultraactividad, los ERTE (convertidos a partir de ahora en elemento central del mercado laboral) y tantas otras cosas. Tanto Félix Bolaños como Yolanda lo han dicho muy claro: «Votar no a la reforma laboral del Gobierno es votar a favor de la reforma laboral de 2012 del PP». Esta es toda la filosofía que subyace tras la contrarreforma, ese es todo el interés del Gobierno Sánchez por mejorar la condición de los trabajadores españoles, todo su empeño por crear riqueza y empleo. Como ha escrito José María Rotellar, «esta es una reforma contra la prosperidad».
No hay más razón que la ideología, ni más interés que borrar toda huella del Gobierno Rajoy. Pero, ¿cómo puede apoyar una ley semejante un partido sedicentemente liberal como Ciudadanos? ¿Cómo, la UPN del señor Esparza, tradicional estandarte de valores diametralmente opuestos a los que representa hoy el PSOE de Sánchez? ¿Cómo es que la patronal CEOE se aviene con tanto entusiasmo a hacer de comparsa de un Gobierno social comunista, contrario a la libertad de empresa y profundamente hostil a la figura del empresario? Es verdad que Garamendi es un «mandao» que firma lo que los capos del Ibex le dicen que firme, pero ¿cómo es posible que Ana Botín, presidenta de un banco como el Santander que acapara las nóminas de cientos de miles de pymes, elogie una ley que probablemente termine enviando a muchas de ellas a la quiebra? Por cierto, a cierre del ejercicio 2021 había en España 77.831 empresas menos que antes de la pandemia. De nuevo a escena la grave responsabilidad de nuestras elites económico financieras en la deriva de España hacia la irrelevancia y la pobreza.
Nadie en este Gobierno, ni probablemente en CEOE, ha gestionado nunca una pequeña empresa. Ninguno de los que acaban de perpetrar esta contrarreforma se juega una cuenta de resultados, razón que explica que Cepyme y su presidente, Gerardo Cuerva, que sí conoce el paño, se hayan opuesto radicalmente a la misma. Sánchez está feliz. Ha vencido otro «ocho mil» con la ayuda de la inabarcable estulticia del PP. Otro obstáculo superado. Ahora habrá que reparar los desperfectos provocados en ERC y Bildu por el cambio de pareja de baile, pero eso no será problema. Cuando vuelva a necesitar su voto, volveré a abrir en canal mi contrarreforma para que Rufián y Otegui cambien lo que estimen oportuno, no vaya a ser que el tonto de Garamendi se crea que este es el texto definitivo. Un tipo convencido de poder torcer cualquier voluntad. A todos compro, dando a cada uno su parte correspondiente del botín. Soborno a partidos, a sindicatos, a los medios (158 millones se gastará este año en publicidad institucional). Para mí, España es como «Teruel Existe» pero a lo grande. Todo el mundo tiene un precio y me importa una higa -lo mismo que el empleo- el tamaño de la factura. Alguien la pagará algún día, pero ese no seré yo. La democracia española y nuestro sistema de libertades ha encontrado en Pedro Sánchez a un enemigo formidable. En frente, una tropilla comandada por un tal Casado, un tal Egea y un tal Alberto Casero.