Vicente Vallés-El Confidencial
- La duda que nos sobrevuela es si el viento del cambio político se habrá activado ya, o si, por el contrario, asistimos únicamente a una episódica ventolera que amainará con el paso de los meses
Una característica propia de la lengua española es que no obliga a utilizar el pronombre delante del verbo: significa lo mismo decir «yo soy» que «soy». Pero esa doble opción hace que exista un matiz interesante entre elegir una fórmula o la otra, entre optar por el «yo» o no hacerlo. ¿Habría que extraer alguna conclusión —política o psicológica o ambas— por el hecho de que el presidente del Gobierno utilizara el pronombre ‘yo’ hasta en diez ocasiones —diez— en su intervención inicial ante el Congreso esta semana? En las diez existía la posibilidad de conformar una frase igual de comprensible sin el ‘yo’. A saber, «yo estoy agradecido», «yo reconozco», «yo creo» o «yo tengo». Pero, al incluir el pronombre de la primera persona del singular, es probable que Pedro Sánchez quisiera decirnos algo. Por ejemplo, cuando recordó a la Cámara que «yo soy presidente del Gobierno». O, también, al considerarse depositario de los pensamientos de un sector de nuestra sociedad: «La España progresista que yo tengo el honor de representar piensa…».
Eso ocurrió por la mañana, sin conseguir que un solo portavoz parlamentario, que no fuera el del PSOE, creyera sus explicaciones. Por la tarde, los partidos que conforman el ‘gobiernodecoaliciónprogresista’ separaron sus votos en el Congreso. A la mañana siguiente, en un discurso en Moncloa, Sánchez utilizó la expresión ‘gobiernodecoaliciónprogresista’ once veces —once—, y manifestó que su gabinete es un «equipazo». Cuando alguien se expresa de esa forma, ¿es porque las cosas le van extraordinariamente bien, o porque le van rematadamente mal?
La siempre perspicaz diputada Ana Oramas dejó para el diario de sesiones, con su gracejo canario, un par de citas de «Pedro Navaja», la famosa canción de Rubén Blades: «Andaba usted tan tranquilo —dijo Oramas—, ‘con ese tumbao que tienen los guapos al caminar’, cuando sus socios catalanes descubrieron que los servicios de inteligencia les habían intervenido los teléfonos». Y, como filosofa la canción, «si naciste pa’ martillo, del cielo te caen los clavos».
El escritor británico Christopher Booker estableció que «en la vida de cualquier gobierno, por segura que sea su mayoría parlamentaria, llega un momento en que el movimiento social del que había sido expresión se vuelve inexorablemente contra él. Después de ese momento, cada error que comete se magnifica. De hecho, los errores se multiplican como si se alimentaran de sí mismos. Y, tanto por fuera como por dentro, el gobierno parece estar a merced de los vientos». Y los vientos son traicioneros.
Llegados casi al verano de 2022, la duda que nos sobrevuela es si el viento del cambio político se habrá activado ya, o si, por el contrario, asistimos únicamente a una episódica ventolera, que amainará con el paso de los meses para que Pedro Sánchez alcance las postrimerías de 2023 en perfecto estado de revista y revalide su cargo en la Moncloa.
Peripecias de este tipo, con presidentes presuntamente perdedores que acaban por ganar en las urnas, las hemos vivido desde la prehistoria de nuestra democracia. Adolfo Suárez sobrevivió a las elecciones de 1979, cuando las luchas internas en UCD alimentaban algunos sondeos en el augurio de que los españoles iban a entregar el poder a un jovencísimo Felipe González. Suárez ganó. El propio González venció en 1993 cuando estaba escrito que iba a perder frente a José María Aznar. Y cuando la demoscopia avizoraba para el PP la mayoría absoluta en 1996, los populares ganaron, sí, pero por apenas un puñado de votos. Experiencia contraria: la prevista victoria del PP en 2004 derivó en la llegada al poder de Zapatero, tres días después del 11M. Y el plácido final de legislatura que se presumía para Rajoy después de aprobar los presupuestos en mayo de 2018 gracias al apoyo del PNV, tornó en una exitosa moción de censura de Pedro Sánchez una semana después gracias, precisamente, a esos mismos votos del PNV. En definitiva, fíese usted de la dirección del viento (y del PNV).
En estos días se cumplen cuatro años de aquella turbadora escena del bolso de Soraya Sáenz de Santamaría sobre el escaño azul de Rajoy, mientras el presidente pasaba sus últimas horas como tal en el reservado de un restaurante, y Sánchez se preparaba para ocupar la Moncloa con el apoyo de un jovencito Frankenstein de extrema izquierda, nacionalistas e independentistas. Hoy, Frankenstein ha perdido lozanía. Podemos ya se atreve a no apoyar proyectos de ley aprobados en el Consejo de Ministros del que forma parte, mientras el portavoz de Esquerra pregunta con descaro en el hemiciclo: «Señor presidente, ¿qué ha venido a hacer aquí?». Enfrente, Feijóo pide a sus compañeros «que penséis en nuestra tarea más como alternativa, que como oposición». Feijóo, gallego como Rajoy, cree que es cuestión de tiempo que el poder se le caiga encima. Pero dependerá de hacia dónde sople el viento cuando llegue la hora.