El erizo y el zorro

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL PAIS 08/02/14

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· ¿Quiere estar con España o vivir de espaldas al resto?

El domingo vi en una cadena de televisión privada una conversación-debate entre Felipe González y Artur Mas sobre la autodeterminación de Cataluña. Desde luego, la primera impresión me la causó el medio, el continente; era una televisión privada, no era TVE, dedicada con pasión desconcertante a menesteres incompatibles con su naturaleza pública. Pero mi interés enseguida sustituyó a la melancólica sorpresa y me concentré en el espectáculo, en el mejor sentido del término, que ofrecían el presidente de la Generalitat y el expresidente González. Este último, parsimonioso, dominando la cámara, siendo dueño de una gesticulación mínima y con un rictus de seriedad, creo yo que ganó, si entramos en esos términos, a un contrincante monotemático y un tanto posmoderno presidente catalán.

Fue el enfrentamiento entre el erizo, con una idea que aglutina todo su pensamiento, el político y el que podríamos denominar privado, y el zorro, propietario de mucha información y poliédrico intelectualmente. La conclusión de la fábula de Arquíloco era que el erizo lograba sus objetivos, realizaba más eficientemente su defensa o así fue entendida durante tiempo por muchos, hasta que Isaiah Berlin le dio otra perspectiva diferente y más compleja, en la que desaparecían los encasillamientos simplistas al ubicar a Heródoto, Aristóteles, Montaigne, Balzac o Shakespeare con el zorro, y a personajes tan influyentes como Dante, Platón, Hegel o Dostoievski con el erizo. Unos ordenan todo su pensamiento alrededor de una idea o lo integran en un sistema coherente, que suele ser muy eficaz; los otros son poseedores de una visión amplia en la que pueden tener cabida una miríada de ideas a las que es difícil, en ocasiones imposible, integrar en un todo congruente, racional.

En este caso para mí no cupo duda alguna sobre quien fue el más persuasivo de los dos, creo que tampoco la habría para quienes no estuvieran inclinados previamente. Pero el problema es planteado por los que ya han tomado partido, por quienes tienen claras sus opciones, por quienes son inasequibles a la razón y se desenvuelven en el reino confuso e inevitable de los sentimientos. Y en ese campo González jugaba con desventaja, mientras él razonaba su discurso, el presidente catalán exponía una emoción compartida por parte de la sociedad catalana; mientras el primero se veía obligado a expresar un discurso racional, y por lo tanto complejo, el segundo jugaba con la sencillez de lo sentido a flor de piel. Mientras uno manejaba conceptos rígidos -González hizo en varias ocasiones mención al valor de las palabras en el debate público-, el otro se desenvolvía en volátiles y atractivos «estados de ánimo», que si son difícilmente definibles en el ámbito personal, en el ámbito público son etéreos, intensos y contradictorios.

Los sentimientos encendidos en la política –¡nos roban!, ¡viven a nuestra costa!, ¡no son industriosos, sin su carga seríamos un gran país!– son muy difíciles de encauzar institucionalmente y terminan arrasando todo lo que les impide su máxima expresión, que suele ser imprevisible y violenta, o sucumbiendo en profundas e irremediables frustraciones colectivas, siempre dispuestas a recobrar su fogosidad. Me consuelo pensando que una mayoría, aunque hasta ahora silenciosa, sea sensible a un discurso nacido en la razón o, por lo menos, a las consecuencias materiales de decisiones como las avaladas por los nacionalistas.

Sin espacio para negociar

A pesar de todo, creo que la solución no se encuentra en no hacer nada o en soluciones rechazadas de antemano por los nacionalistas, como las propuestas por los socialistas que giran alrededor de una nebulosa solución federal que inevitablemente tendrá efectos unificadores que son rechazados por los inspiradores de la consulta. Por desgracia, llegados a este punto el ámbito para una negociación razonable es muy pequeño o inexistente, el impulso insensato de los nacionalistas, la falta de sensibilidad y un Partido Socialista catalán desnortado y plegado a los intereses nacionalistas nos han situado en una encrucijada dramática: o les damos la razón o ejercemos con todo el derecho nuestra soberanía. El ejercicio de ésta no supone automáticamente la suspensión de la autonomía, que me parecería un disparate, ni la exhibición estrambótica de fuerzas militares, que hoy hacen sus ejercicios con simuladores por falta de presupuesto, ni ninguna amenaza irrealizable y que serviría solo para avivar el fuego. El ejercicio de la soberanía que atendiendo a la Historia y a la Constitución se residencia en el pueblo español, con claridad, con transparencia, sin engaños y por lo tanto con una información cabal de las consecuencias de cualquier decisión, nos permitiría saber hasta qué punto están dispuestos los catalanes a emprender una aventura tan arriesgada como la pretendida por los nacionalistas.

Sería dramático, complicado, nos empobrecería a todos, fracturaría a la sociedad catalana, su futuro sería incierto, pero es posible que «todos los españoles» permitamos que los catalanes se pronuncien sobre esa aventura. Y si la emprenden sabrán de antemano que, muy a nuestro pesar y con todo el dolor que supone una ruptura, ellos serán los únicos responsables de su futuro, sin poder esperar que los ofendidos nos mostremos agradecidos, que los amputados nos mostremos generosos, que los agredidos vayamos en su ayuda. En realidad, el problema se plantea al revés de como lo plantean los nacionalistas: en y con España o fuera y de espaldas al resto; si la opción es la primera, posteriormente veremos el estatus más ventajoso para todos, si la elegida es la segunda…

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL PAIS 08/02/14