ABC-IGNACIO CAMACHO

El separatismo lleva en el ADN la deslealtad y el sabotaje. Quizá Sánchez lo entienda, como Azaña, demasiado tarde

EN el escenario madrileño de La Abadía, ante una papelera y tres sillas, el gran José Luis Gómez pone voz estos días a aquellos textos doloridos de Manuel Azaña en los que el impulsor del primer estatuto de Cataluña constataba con vencida amargura la deslealtad «y la felonía» del nacionalismo. «Yo confiaba, confié…», se oye decir al fantasma del gran político liberal de izquierdas, que desde su tardío desengaño lamenta la doble traición del separatismo a la República: una insurrección y una guerra civil interna superpuesta a la que ensangrentó a España entera. El actor va arrojando los papeles de los discursos al suelo y a una cesta que, al final de la representación, arde como una desconsoladora metáfora de nuestra eterna tragedia, la de la derrota de los ideales de la convivencia.

Ochenta años después, un dirigente con un equipaje intelectual mucho más escaso que el del último presidente republicano recorre de nuevo el mismo camino hacia el fracaso. Los puentes tendidos, el proyecto federal, la reforma estatutaria, la vocación de diálogo, producto en esta ocasión del mero oportunismo pragmático, vuelven a tropezar contra el muro del rechazo. La repetición de la Historia, como drama y como farsa, que Marx adelantó en «El 18 brumario». No ha habido un solo gobernante democrático español al que la doblez nacionalista no haya burlado. Todos han hecho gestos de entendimiento, han ofrecido privilegios, han dedicado arrumacos, y uno tras otro han ido progresivamente desnudando a Cataluña de los símbolos y de la presencia misma del Estado. Y todos con la misma respuesta: a cada detalle, a cada ofrenda, a cada regalo, un mordisco en la mano.

Como en el chiste de la rana y el escorpión, el independentismo lleva en el ADN la ingratitud y el sabotaje. González, Aznar y Rajoy lo comprendieron demasiado tarde, pero sus precedentes no parecen desarmar el altivo adanismo de Sánchez, que se ha tragado el agravio de la «operación Iceta» –fruto de un previo error suyo bastante grave– y persiste en una voluntad de acercamiento que acabará en sucesivos desaires. Lo que esta semana le han querido demostrar ERC y el partido de Puigdemont es que necesita algunos de sus votos o sus abstenciones para no depender de Bildu en la investidura y que ellos lo saben; ha sido una exhibición de poder, conscientes de su posición dominante. No conocen otra estrategia que la de la subversión y el chantaje.

Un político de convicciones habría mantenido el pulso: Iceta o nada. Pero ése no es el presidente, que sólo se maneja bien en la superficialidad efectista y la finta táctica. Lo acepte o no, la clave de su nuevo mandato seguirá siendo la cuestión catalana, y continúa empeñado en enfocarla con una óptica equivocada. Al final del cuento, el escorpión muerde a la rana. Y Sánchez ni siquiera sabrá lamentarlo con la hondura moral y el pulso literario de Azaña.