KEPA AULESTIA-EL CORREO

  • Ni siquiera ERC puede prescindir de Puigdemont, que ayer volvió a ser recordado solemnemente como «president» por el Gobierno de Pere Aragonès

La detención de Carles Puigdemont en el aeropuerto de Alguer, enclave de pasado catalán en Cerdeña, ha devuelto al primer plano la figura de quien en la noche del 26 al 27 de octubre de 2017 se dejó llevar por una DUI inefectiva, renunció a convocar elecciones autonómicas y acabó autoexiliándose. Menos de un día más tarde mostró su imbatibilidad al quedar en libertad por decisión judicial. Puigdemont no pudo emprender este último viaje hacia Italia sin ser perfectamente consciente del riesgo que corría. La leyenda independentista de que el Parlamento Europeo y el Tribunal Europeo habrían anulado la efectividad de la euroorden dictada por el juez Pablo Llarena no podía ser un credo compartido por él y sus abogados. Cuando menos tenían que albergar dudas razonables sobre el alcance de la inviolabilidad del europarlamentario radicado no por casualidad en Waterloo. Puede que sea exagerado suponer que Puigdemont se hizo detener entrando en suelo italiano tras anunciar su presencia en el festival Adilfolk. Pero sabía perfectamente que podía ocurrir. Un riesgo tentador porque le sacaría del ostracismo.

El líder de ERC, Oriol Junqueras, reconoció ayer que la detención de Puigdemont ponía a prueba a su partido en su apuesta por la mesa de diálogo. Incluso quedando de nuevo en el aire la activación de la euroorden y aun recuperando la libertad, su detención habrá sido un golpe de efecto de imprevisibles consecuencias para la política de «concordia» instaurada por Pedro Sánchez en complicidad con ERC. Empezando porque sitúa la amnistía como una meta ineludible para este Gobierno de la Generalitat. Acabar políticamente con la sombra de Puigdemont ha sido el objetivo común de buena parte del arco parlamentario catalán, incluidos algunos de los responsables de Junts. Pero los indultos a los presos le han convertido en la víctima propiciatoria, y en el testimonio definitivo para acusar a la democracia española de su baja calidad.

El independentismo está atravesando sus peores momentos desde 2012, tanto por la división entre los socios de la mayoría parlamentaria -ERC, Junts y la CUP- como por la relajación demoscópica a la que han dado lugar las frustraciones secesionistas. Pero por eso mismo ni siquiera ERC puede prescindir de Puigdemont, que ayer volvió a ser recordado solemnemente como «president» por el Gobierno de Pere Aragonès y centrará durante las semanas próximas la atención de los entusiastas de la república catalana, vaya donde vaya en su éxodo. El independentismo más pragmático lleva consigo su eclipse.