Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno tiene unos socios tan anómalos que su propio aparato de seguridad ha podido considerarlos sospechosos
EL asunto de las escuchas a los independentistas catalanes es la enésima muestra del carácter esquizoide del sanchismo, entendiendo por tal el conglomerado de fuerzas heterogéneas que sostiene en el poder a este Gobierno. Al igual que sucede con la guerra de Ucrania, el presidente intenta conciliar sus naturales obligaciones de Estado y la necesidad de llevarse bien con unos socios que son, también por naturaleza, enemigos del propio Estado en cuya dirección participan. Y éstos a su vez asumen la contradicción cínica de enfrentarse a su aliado sin dejar de asumir sus medidas por no renunciar a sentarse a la mesa del Gabinete -en el caso de Podemos- o a recibir las sustanciosas contrapartidas que disfrutan Bildu y los independentistas. Los arúspices del oficialismo justifican esta incoherencia como una dificultad consustancial a cualquier alianza de índole variopinta pero el extremo crítico de las desavenencias, que afectan al núcleo mismo del sistema, sobrepasa de largo las contingencias de una cohabitación para constituir una diáfana anomalía.
Así, el separatismo catalán acabará tragando con la evidencia de la vigilancia telefónica de sus dirigentes y parlamentarios porque con la derecha al alza en las encuestas no se puede permitir el lujo de dejar caer este mandato. Sólo la presión externa de Puigdemont, que sí está en la estrategia del caos, obliga a los responsables de la Generalitat a exigir explicaciones en un tono de malestar sobreactuado. Tensarán un poco la cuerda cuidando mucho de no llegar a romperla y con suerte lograrán meter la nariz en la comisión donde el Ejecutivo informa a los diputados de ciertas cuestiones secretas. Por su parte, Sánchez tendrá que hacerles la pelota -ya empezó ayer Bolaños- agachando la cabeza, y tal vez pierda alguna votación de escasa trascendencia. El marrón de la investigación le caerá al Defensor del Pueblo, que es hombre discreto, y siempre habrá un chivo expiatorio -si es del PP, mejor- al que cargarle la culpa si no queda otro remedio. Los ‘ofendiditos’, como los llama Herrera, fingirán no darse por satisfechos y subirán el precio de los próximos acuerdos.
Sin embargo esto no es lo importante. Lo que pone de manifiesto el ‘affaire’ Pegasus es la anormalidad intrínseca del modelo Frankenstein, basado en un pacto con gente de trayectoria tan poco fiable que el aparato de seguridad del mismo Gobierno de Sánchez ha podido considerar susceptible de espionaje. Si fue ilegal deberá pagar alguien, por supuesto, pero la clave está en el contrasentido de una estructura de poder levantada sobre una trama de testaferros del terrorismo, prófugos de la justicia y sediciosos convictos que tras ser indultados anuncian su voluntad de reincidir en el delito. Ésa es la irregularidad esencial del sanchismo y poco podría extrañar que algunos servidores del Estado no la hubiesen entendido.