BENIGNO PENDÁS-ABC

  • La apuesta de Jovellanos por una España »como los demás» tiene su expresión genuina en la Transición democrática, herencia tardía de una Ilustración que no llegó a la plenitud por algunas razones estructurales y no pocas coyunturales

En tiempos de tribulación, además de no hacer mudanza, conviene apelar al ejemplo de los mejores. Entre los nuestros, sin duda, Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), el gran polígrafo asturiano, pieza principal del caso ‘Ilustración española’. El Siglo de las Luces es, en efecto, el eje del debate sobre España como nación y como Estado, mucho más que la polémica sobre las esencias entre don Américo y don Claudio, a cual más brillante. En síntesis: si hubo Ilustración en España, somos un país «como los demás», según pensamos muchos. Si no la hubo, ganan los radicales de uno y otro extremo; es decir, los dogmáticos de la España eterna y sus adversarios que se regodean en el sedicente fracaso histórico de una nación imposible. Jovellanos se sitúa cabalmente en el centro del debate: fue un gran patriota, y así lo demostró en el momento decisivo de la invasión napoleónica al rechazar el canto de sirena de sus amigos afrancesados, como Cabarrús; pero fue a la par un partidario entusiasta de la modernización «a la europea», sin esos complejos absurdos que lastran a veces la imagen que España tiene de sí misma. Todo lo contrario: ¡qué poco les importa a los ingleses o a los franceses, menos aún a los americanos, lo que pensamos los demás! Hacen muy bien, por cierto.

Con sus grandezas y servidumbres, al igual que cualquier otro sujeto histórico-político, España ocupa un lugar de primer rango ante ese Tribunal universal que –como decía Schiller– sitúa a cada uno en la posición que le corresponde. Y en medio de la vorágine se halla nuestro ilustre gijonés, alabado de palabra por casi todos pero maltratado de obra por unos y por otros: reformista incomprendido; ministro fugaz; exiliado en su propia tierra; abrumado por las circunstancias ante la gran ocasión de Cádiz; en fin, dignísimo en la vida y en la muerte que le alcanza –nunca mejor dicho– en una modesta habitación de Puerto de Vega. El político aparece triste y como ausente en el retrato inmortal de Goya. Pero el intelectual luchó y triunfó con el tiempo en su fecunda tarea al servicio del interés general. No gozan de buena prensa entre nosotros quienes adoptan la moderación como forma de entender la vida, tachados a veces de cobardes o pusilánimes. No lo fue Jovellanos de ningún modo y ganó al fin el reconocimiento desde sectores contrapuestos: «benemérito de la patria», le proclaman las Cortes de Cádiz; «el nombre más glorioso» de su siglo, según el juicio siempre severo de Menéndez Pelayo, que solo le acusa de pecados veniales derivados de su condición de ¡economista! Por fortuna, el prócer asturiano nunca se dejó ganar por los adjetivos grandilocuentes.

Gran personaje este Gaspar Melchor que –por cierto– también se llamaba Baltasar; al fin y al cabo, nació en la noche de Reyes. Fue ‘Jovino’ para las justas poéticas que practicó con más esfuerzo que talento desde su etapa sevillana como magistrado justo y humanitario. Vivió años brillantes en la corte madrileña como académico y hombre de mundo. Volvió a su Asturias del alma, donde dejó huella con sus proyectos al servicio de la utilidad pública y como escritor de unos preciosos ‘Diarios’ de sus viajes por España. Ministro durante pocos meses en 1797 con Godoy, a quien nuestro protagonista, austero y puritano, despreciaba sin disimulo. Nada más llegar a Madrid para ocupar su alto cargo asiste a un almuerzo en el Palacio hoy llamado de Godoy, antes de Grimaldi, sede actual del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Sale asqueado del ambiente cortesano: allí flanqueaban al favorito su legítima esposa, María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón (otra cumbre del retrato goyesco) y su amante, la influyente Pepita Tudó. Le llegan, cómo no, los rumores sobre amoríos de más alta alcurnia. Destituido muy pronto, vuelve a Gijón y la persecución inicua de los sectores más reaccionarios le lleva durante años al destierro en Valldemosa y Bellver; como siempre, trabaja sin descanso y se gana el respeto y el afecto de todos.

Llegan los días decisivos. Ocupada España por los franceses, apoya sin fisuras a los patriotas frente al invasor, pero rechaza con la misma energía tanto a los serviles como a los revolucionarios. La Memoria en defensa de la Junta Central es la expresión más acabada de su pensamiento político. En el prólogo a un libro importante de Miguel Artola, escribe el doctor Marañón: en aquellos años convulsos, «yo no habría sido ni patriota absolutista, ni liberal de los de Cádiz, ni afrancesado: habría sido jovellanista». Fue, en buena medida, origen del moderantismo español a través de la idea –fecunda con el tiempo– de la Constitución histórica. Pero más allá de la teoría, su obsesión era el fomento de las «ciencias útiles», la felicidad de la nación (y de su amada patria chica) y la educación como motor del progreso. Aplicó tales principios a la Ley agraria, un estudio magistral; a las obras públicas, para la mejora de los caminos y de los puertos; a la enseñanza científica y técnica, con su buque insignia, el Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, la obra más querida. También a las humanidades, al teatro, a la policía de costumbres, a la higiene y la sanidad. Patriota de los hechos y no de la retórica vacua, como lo fue aquella minoría selecta que dejó lo mejor de sí misma en promover reformas orientadas al interés público. Las razones por las que muchos le admiramos apuntan más a la Razón práctica que a las Ideas abstractas y las pasiones descontroladas.

La apuesta de una España «como los demás» tiene su expresión genuina en la Transición democrática, herencia tardía de una Ilustración que no llegó a la plenitud por algunas razones estructurales y no pocas coyunturales. Jovellanos se sentiría orgulloso, desde su patriotismo racional y sus convicciones monárquicas. Hoy día, no me cabe duda, sería muy crítico con la ruptura del equilibrio político establecido por la mejor Constitución de la Historia de España. Porque ser jovellanista es ser un ilustrado «a la española», dispuesto a promover la concordia y a rechazar los dogmas excluyentes.

Con la prosa pulcra y bien armada de sus ‘Diarios’ podría disfrutar ahora de los buenos caminos y las gratas posadas, la cultura pujante y el tono amable de la vida social. Sería implacable, en cambio, contra oportunistas y desleales. En los malos momentos hay que buscar el ejemplo de unos cuantos españoles eminentes. ¿Qué podemos esperar de los poderes públicos? Responde nuestro protagonista: «Libertad, luces y auxilios». Hoy se llamaría Estado democrático de derecho. Brilla todavía la luz de Jovellanos.