LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

  • La Constitución, en democracia, está por encima de la decisión, la oportunidad o las prisas de quien gobierna

Con su veredicto del lunes, el Tribunal Constitucional se nos ha revelado como el dique de contención de la deriva deconstructora del ‘Gobierno de la gente’, poniendo de relieve el escaso rigor de algunas de sus leyes y la primacía de la separación de poderes inherente a la democracia liberal. Cuando Charles Louis de Secondant, barón de Montesquieu, publicó en 1748 ‘El espíritu de las leyes’ se inspiró en la monarquía inglesa, donde el soberano reinaba sometido a las normas que el Parlamento construía.

La monarquía constitucional gozaba de las preferencias de Montesquieu y le sirvió de modelo para su teoría de la separación de poderes como fundamento del régimen democrático. Según el filósofo, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial no deben concentrarse en las mismas manos. Se trata de la teoría de contrapesos, donde cada poder contrarresta y equilibra a los otros. La ley impera sobre todos los poderes del Estado y es que, según Montesquieu, «todos los seres tienen sus leyes: la divinidad tiene sus leyes, el mundo material tiene sus leyes, las inteligencias superiores al hombre tienen sus leyes, los animales tiene sus leyes, así como los hombres tiene sus leyes».

La pasada semana se escucharon en el Parlamento voces que predican que no existe nada por encima de la voluntad de pueblo y que las leyes se han de conformar a lo que ‘la gente’ o el pueblo decidan. Es el viejo axioma de Carl Schmitt en el que basaba su teoría del decisionismo, que le llevó a justificar el acceso de Hitler al poder. En la irrupción del populismo que está erosionando las democracias liberales de América y Europa tiene mucho que ver la prevalencia del pensamiento de Schmitt sobre el de Kelsen.

En este sentido, viene a cuento la referencia al deslumbrante ensayo de Josu de Miguel Bárcena y Javier Tajadura Tejada que, en su libro ‘Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo’, realizan un acertado diagnóstico de los males que aquejan a nuestra vapuleada democracia. La doctrina de Schmitt hizo furor con ocasión del proceso catalán de 2017 para justificar la desanexión de España. Estamos observando su vigencia en algunas prédicas actuales de Unidas Podemos y en boca de algunos portavoces del ‘Gobierno de la gente’.

La ley, en democracia, está por encima de la decisión, la oportunidad o las prisas de quien gobierna y debe regir en cada acto del Ejecutivo democrático. La ley, por supuesto, no es otra que la que se condensa en nuestra Constitución, a la que se someten nuestros gobernantes para acatarla en su letra y en su espíritu. El espíritu de la ley, según Montesquieu, reside en sus razones y se equipara con la virtud política de la que es expresión.

Reflexionando sobre las razones y la virtud de nuestra Constitución, son de destacar los siguientes principios que la fundamentan. En primer lugar, la proclamación del Estado de Derecho, junto a la soberanía nacional y la unidad territorial que hacen posible la igualdad de todos los ciudadanos, así como su libertad y solidaridad. La voluntad de consenso es otro de sus principios. Es este el Espíritu, con mayúscula, que debe presidir la acción del Gobierno, del Parlamento y de la judicatura. En ello consiste la virtud política de nuestra democracia que, desgraciadamente, hemos visto vulnerada por el Gobierno en su acelerada deriva aconstitucional, convirtiendo la ley en objeto de apresurado manoseo y trapicheo sin otra finalidad que la preservación del poder.

Karl Jasper, refiriéndose a la crisis moral y política de entreguerras que sumió a Europa en el mayor de los quebrantos, afirmaba que en el «Estado de mendacidad, las mentiras se convertían en verdades sin causar sonrojo ni mala conciencia». Los españoles, por lo visto, debemos de estar inmersos en el estado de mendacidad y mala fe a juzgar por los propósitos que vierten nuestros gobernantes. Se justifica el pago de facturas políticas y judiciales aludiendo a una hipotética y mendaz mejora (desinflamación) de la situación política en Cataluña, negando la evidencia de que en Cataluña han desaparecido tanto el Estado de Derecho como el imperio de la ley que nos hace iguales. Agasajar, contentar y estimular a quienes tienen por objeto primordial repetir una asonada, contra un Estado de Derecho inerme, no es solo una necia mendacidad sino la expresión evidente de la mala fe.

Al tipificar los modelos de gobierno posibles, Montesquieu señaló la república y la monarquía constitucional como gobiernos virtuosos, mientras que describió como sigue al modelo corrupto: «En el gobierno despótico existe una persona que detenta el poder y lo ejerce sin leyes fijas imponiendo sus caprichos personales». El déspota trata de poner la ley a su servicio. Pues eso.

Quienes mediante trucos procedimentales o artimañas torticeras tratan de burlar la letra y el espíritu de nuestra ley, mediante el recurso al relato mendaz y a la sustitución de la virtud política por la propaganda, podrían pasar a la historia como advenedizos sin escrúpulos y no como sepultureros de fortuna.