Un caso de los de antes. Un niño de Valencia de Mombuey, un pueblo extremeño de 400 habitantes pegado a la raya de Portugal, hijo de maestros, que salió como sus padres esperaban que saliera: listo como el hambre. Que estudió con beca en los jesuitas de Villafranca de los Barros, y que después, también con beca, se tituló en Comillas ICADE (E-3). Como todo recién egresado de los jesuitas de Alberto Aguilera, el niño le metió horas a manta en uno de esos chiringuitos de auditoría & consultoría expertos en explotar a recién titulados, hasta que, audaz como él solo, decidió levar anclas y emprender su propia singladura. Primero creó la división inmobiliaria de Deutsche Bank, vendió el ajuar, porque lo vio venir, antes de la explosión de la burbuja y cuando en la matriz le exigieron que pusiera gente en la calle, se largó con un portazo. Le quitaron lo que había creado, pero le siguieron a pares. En 2014 creó Merlin Properties, hoy una de las mayores socimis de la UE, con activos por valor de casi 13.000 millones. Estos días está a punto de perder su segunda gran creación, en una de esas batallas de dinero y poder tan raras en el desolado ecosistema empresarial hispano. En frente, un enemigo formidable: el Santander de Ana Botín. El establishment y un señor de Badajoz.
Y un tipo que habla por los codos, sin pelos en la lengua. También en esto es una excepción. En un país en el que cualquier mindundi con mando en plaza de tercera se cree el rey del mambo y se esconde y reclama instancia con póliza para recibir a un periodista, Ismael Clemente, 52, se suele poner a todo el mundo, «es una cuestión de respeto a quien te llama», y dice lo que piensa, y tira con bala, lejos del inveterado miedo español a manifestar opinión porque aquí todo el mundo tiene algo que esconder, algún muerto colgando en el armario de la general mediocridad, algún fantasma reclamando venganza en el arcón de las fidelidades rotas, llámese miedo al Gobierno, a la Agencia Tributaria o al lucero del alba… Resulta que Clemente larga, y cae bien, y hace amigos por docenas, que el niño de Badajoz que quería cruzar la raya es uno de esos tipos, a lo Carlos Herrera, que presume de tener amigos hasta en el cementerio. El señorito tiene también su leyenda negra, naturalmente. Por ejemplo, está más a gusto con los modos de gestión de un private equity que con las estrictas normas de gobernanza de una gran empresa del Ibex. No le gusta que le controlen, ni le entusiasma que le pidan cuentas, ni que le lleven la contraria. Estamos ante un solista que no necesita orquesta, a menos, claro está, de que la dirija él mismo.
Con la banca buscando deshacerse de activos inmobiliarios a toda prisa, Merlin presentó credenciales con la compra de Tree Inversiones, creció con la adquisición de Testa y se hizo definitivamente mayor con la integración de Metrovacesa. Pero si en este proceso algunas entidades habían cumplido su parte del trato vendiendo en bolsa el equity recibido y haciendo liquidez, el Santander consideró que el grupo inversor de Clemente era demasiado atractivo como para dejarlo escapar y optó por quedarse. De defender los intereses de la entidad (22,2%) en el consejo de administración se encarga Javier García-Carranza como presidente no ejecutivo, un tipo que al parecer no goza de excesivas simpatías entre el paisanaje. Con una valoración en libros de 12 euros acción, y cotizando en torno a los 9,35, el Santander trata de maximizar su inversión, está en su derecho, apelando al reparto de dividendo, uno de los frentes en lo que ambas partes han chocado, preocupado Clemente por reducir deuda. Diferencias también en cuanto a estrategia futura, festoneadas por alguna «ocurrencia» difícil de explicar a menos que se trate de una simple corruptela, como el reciente intento del pacense de dotarse de un «consejo asesor» integrado por gente tan variopinta como Fernando Abril-Martorell (ex Indra), Amalia Blanco (ex Bankia), o el pintoresco Alberto Artero (ex El Confidencial), se supone que generosamente retribuido. ¿Y para qué necesita asesoramiento en «comunicación» uno de los mayores expertos en la materia sin necesidad de haber pasado por escuela alguna del ramo?
¿Se puede mandar en una compañía con más del 22% del capital? En España se ha partido el bacalao desde tiempo inmemorial con participaciones muy inferiores a la citada. Sin ir más lejos, la familia Botín manda en el Santander con un paquete conjunto que apenas llega al 1%
El Santander tumbó el «consejo asesor» de Clemente a las pocas semanas de su lanzamiento, en un clima de enfrentamiento abierto entre el presidente y el consejero delegado. La situación ha desbordado la frontera de lo profesional para invadir de lleno la esfera personal: no se soportan. En estas estaban cuando al Santander y/o a García-Carranza, vaya usted a saber, no se le ocurrió nada mejor que filtrar al diario Expansión la celebración de un Consejo de Administración a las 19 horas del lunes 20 con un solo punto en el orden del día: «plan de sucesión o cese de Ismael Clemente». Una ópera bufa que lleva por título «El presidente convoca un Consejo para cepillarse al consejero delegado y lo pierde«. Todo un récord. Porque el equipo de gestión de Merlin se alzó en armas en defensa de Clemente, emitiendo un comunicado que dejaba muy malparado a García-Carranza y a la entidad que representa.
Un texto incendiario, titulado «No al feudalismo corporativo», y una serie de emails dirigidos ese lunes al máximo organismo por inversores de todo tipo rechazando de plano el cese del «niño prodigio» de Valencia de Mombuey: «No se os ocurrirá». Lo que a algún miembro del Consejo se le ocurrió fue argumentar que lo que procedía no era cesar a Clemente sino a García-Carranza y nombrar un nuevo presidente, al punto de que, en plena tormenta, llegaron a barajarse algunos nombres, caso del inevitable Pablo Isla, un perejil hoy presente en todas las salsas empresariales de cierto fuste; caso del ex consejero delegado de Endesa y actual presidente de Acerinox, Rafael Miranda, un hombre que sigue conservando intacto su prestigio, y caso también del CEO de Deutsche Bank España, Antonio Rodríguez Pina, otro gestor muy bien considerado que en junio próximo asumirá la presidencia de la filial española del banco alemán. La respuesta negativa del mercado el mismo lunes, con una caída superior al 6% en bolsa, vino a poner paz (momentánea) en la refriega, saldada con un estulto comunicado remitido a la CNMV en el que ambas partes se comprometían a iniciar un «proceso de reforma de la gobernanza».
Espadas en alto. Apenas un respiro para permitir a los bandos en lucha reorganizar sus tropas cara a la batalla definitiva. «Santander quiere controlar la compañía y nosotros somos un estorbo para eso», declaró el mismo lunes Clemente al diario El Mundo. Más claro, agua. En la propia Merlin hay opiniones aún más agresivas: «Santander pretende hacerse con el control sin lanzar una OPA, para después trocear y vender activos». Lo que nadie puede discutir es que el banco que preside Ana Botín es el primer accionista, muy por delante del segundo, Manuel Lao (ex casinos Cirsa), con el 8%. ¿Se puede mandar en una compañía con más del 22% del capital? En España se ha partido el bacalao desde tiempo inmemorial con participaciones muy inferiores a la citada. Sin ir más lejos, la familia Botín manda en el Santander con un paquete conjunto que apenas llega al 1%. Por remontarnos en el tiempo, Juan Abelló y Mario Conde tomaron en 1987 el control de Banesto, el banco español por antonomasia, tras hacerse con apenas el 5% del capital. Y la pública SEPI se acaba de cepillar a Abril Martorel como CEO de Indra con el 20% del capital y, lo que es peor, para colocar en su lugar a un paniaguado del PSC, sin la menor idea de la compañía, como presidente no ejecutivo.
Clemente ha ganado el primer asalto de un conflicto que se antoja de difícil salida. El Santander insiste en su «total voluntad de apaciguar los ánimos», pero la convivencia parece imposible
Se entienden las razones esgrimidas por la claque de Clemente: «Si algún accionista desea controlar Merlin, habrá de formular la correspondiente oferta pública y pagar al resto de accionistas el valor justo de mercado», recoge la nota de respaldo al consejero delegado firmada por el equipo directivo, con Miguel Oñate y Francisco Rivas -ambos Directores y ambos titulados por ICADE (E-3)-, a la cabeza, y 185 de los 220 empleados de la compañía. El banco ha pretendido dañar su imagen recordando que en 2019 el humilde hijo de maestros de Valencia de Mombuey se embolsó la nada despreciable suma de 8,7 millones entre sueldos e incentivos, y otro tanto hizo su íntimo amigo Miguel Ollero, cofundador de Merlin y actual director general corporativo (COO), otro pacense socio de Clemente en todas sus aventuras empresariales. Un dineral, se mire por donde se mire, en un ejercicio en el que la socimi mejoró sus resultados un 9,2% hasta los 313 millones de beneficio neto. Por comparar, aclara el banco, el Santander ganó el mismo año 6.515 millones, un 35% más, y la pobre Ana Botín, tan preocupada por los derechos de las mujeres, ingresó apenas 9,9 millones «tras recortarse un 12% el sueldo variable por la incertidumbre económica». Cabe añadir que García-Carranza votó a favor del plan de incentivos para el periodo 2017-2019, responsable de ese pastizal, y que tanto Clemente como Ollero redujeron a la mitad sus ingresos en el ejercicio 2020.
Clemente ha ganado el primer asalto de un conflicto que se antoja de difícil salida. El banco insiste en su «total voluntad de apaciguar los ánimos», pero la convivencia parece imposible. Cuesta imaginar una solución pactada que suponga la salida del Santander, teniendo en cuenta que los títulos de la socimi cotizan en torno a un 40% menos del valor neto de sus activos. No cabe descartar una OPA por parte de un tercer protagonista dado el fuerte apetito inversor existente en el mercado inmobiliario, en el bien entendido de que el ánimo vendedor de la entidad financiera solo podría activarse con ofertas en torno a 12 euros por acción. El propio Clemente comparte esta tesis, al insistir en que «no aceptará una oferta de compra por un valor inferior al que se pagaría por sus activos». ¿Se romperá la cuerda por la parte más floja? Sería la segunda vez que a Ismael Clemente le quitan una empresa creada desde la nada, aunque, recuerda uno de sus admiradores, «podría salir al mercado al día siguiente y levantar otros mil y pico millones en un santiamén».
El discurso de Clemente pone en evidencia la realidad empresarial de un país en el que resulta relativamente fácil encaramarse a una empresa del Ibex, pero muy difícil hacerla crecer
Un proyecto empresarial exitoso está en peligro, en un país muy carente de grandes empresas. «Además de buen ciudadano, de vestirse por los pies, comportarse con ética y todo lo demás, todo empresario está obligado a cumplir su obligación primigenia que no es otra que la de atender el negocio por encima de todo, creando valor para el accionista», aseguraba Clemente en una reciente entrevista. «Y más en un mundo como el actual, donde la politización de las empresas públicas (cotizadas, en el sentido anglosajón) obliga a un montón de ejecutivos de alto nivel a hablar cada vez más al accionista con un lenguaje ininteligible y ramplón, en el que se mezclan un montón de conceptos procedentes de la política que se deberían dar por supuestos, el medio ambiente, por ejemplo, ¿que si yo respeto al medio ambiente? Está claro. ¿La responsabilidad social? Naturalmente que sí. Ahora bien, estar todo el día con esas tonterías en la boca no pasa de ser una artimaña que esconde a un ejecutivo cuyo negocio no es muy boyante, no tiene la rentabilidad muy imbricada en su estructura de funcionamiento. Y hay que tener cuidado, porque si seguimos por este camino dentro de unos años nos habremos quedado sin empresas”. Un discurso que pone en evidencia la realidad empresarial de un país en el que resulta relativamente fácil encaramarse a una empresa del Ibex, pero muy difícil hacerla crecer. Cada vez menos verdaderos empresarios, cada vez menos empresas y más pequeñas.
Hace unas semanas, con ocasión de un premio que le fue concedido por la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE), Clemente lamentaba que «se está importando al mundo corporativo lo peor de la política», añadiendo que se prima «la forma sobre la sustancia, la imagen sobre el contenido, y una facilidad para la doblez o para la mentira». Una rara avis en un empresariado acostumbrado de ponerse de rodillas ante el poder político, de cualquier signo, a menudo ejercido por analfabetos funcionales; un empresariado dispuesto a tragar con todo y aceptar como una especie de regalo divino cualquier reforma laboral que parezca menos mala de lo esperado, dispuestos como estaban a firmar cualquier barbaridad que Yolanda les hubiera puesto delante. Una España sin auténticos emprendedores y una clase política a quien le va a quedar un país muy pintón, con todo el mundo trabajando en el sector público, todos funcionarios repartiendo a paladas la miseria reinante. Un empresariado del que es líder indiscutible Ana Botín, una mujer que ha echado sobre sus gráciles espaldas la hercúlea tarea de hacer de España un país más feminista, más igualitario, más verde y más woke; dispuesta, otra Navidad y de la mano del inefable Calleja, a salvar al mundo del cataclismo climático que, al parecer, se avecina.