Alos que estuvimos en el proceso de elaboración de nuestra Constitución, aunque no fuéramos actores principales del mismo, nos resulta muy doloroso tener que escribir artículos como este, pues no en balde siempre creímos que la fórmula del Estado autonómico podría ser una solución razonable para uno de los problemas que había padecido España durante buena parte del siglo pasado.
Los que aprobamos entonces la Constitución creímos que quedaba garantizada sólidamente la unidad de España, al mismo tiempo que se abrían cauces razonables de expresión y funcionamiento para dar acomodo al pluralismo regional de nuestro país.
A lo largo de estos últimos años hemos podido comprobar, sin embargo, que el Estado de las Autonomías no ha funcionado como es debido y ha creado más problemas que los que tendría que resolver. Además, para colmo de males, ha acabado siendo rechazado por los que debieran ser sus principales defensores, con lo que se puede decir que hemos fallado en el intento. Lo más grave, a mi juicio, es que ya no tiene fácil arreglo, pues empeñarse en estos momentos en salvar lo insalvable constituye también otra quimera, carente de realismo y sentido político. No debemos olvidar que el establecimiento de las autonomías tuvo como finalidad principal poder integrar a las fuerzas nacionalistas en el marco de la Constitución, sumándolas decididamente al tan ansiado consenso. No fue otra la razón de la presencia del diputado de la minoría catalana, Miguel Roca, en la ponencia constitucional.
Por eso, cuando hoy comprobamos la posición del PNV, explícitamente mantenida por el anterior lendakari, Ibarreche, y lo que es ya hoy la postura de Convergencia i Unió con Artur Mas a la cabeza y Jordi Pujol detrás, tenemos que reconocer que el consenso alcanzado en el 78 está hoy roto y que el Estado de las Autonomías no ha servido, a pesar de los esfuerzos desplegados, para lo que en verdad se creó.
Es inútil, por tanto, querer desconocer la realidad y pretender que los españoles comulguemos con ruedas de molino. Estamos ante una crisis política grave que hemos pretendido orillar desde hace tiempo y que algunos hemos venido denunciando, al menos, desde estos últimos cuatro años.
Ni el nacionalismo vasco ni el catalán aceptan ya con la debida lealtad el marco constitucional y, desde luego, rechazan el Estado autonómico sin más. Unos, porque apetecerían una España plurinacional que diera vida a una solución de tipo confederal; y otros, los más osados, porque juegan ya palmariamente a la autodeterminación y la independencia.
Y es que, después de lo acontecido en estos más de treinta años, habrá que reconocer que estos insolentes españoles tienen una concepción del diálogo y la negociación muy curiosa. Quieren dialogar para reclamar siempre algo más de lo que ya tienen para concluir al poco tiempo que lo obtenido no es nunca suficiente y, en consecuencia, difundir a los cuatro vientos que se sienten incomprendidos e injustamente tratados. Y como hasta ahora les ha ido muy bien con esta estrategia, que tienen bien aprendida, apuestan en estos momentos en que encuentran a España debilitada para lanzar un temerario órdago, a ver qué pillan.
Este proceder ha contado con dos permanentes soportes, a saber:
1. Con la continua lucha por el poder entre PP y PSOE, que los convierte en aguerridos adversarios en cada una de las contiendas electorales.
2. Con un sistema electoral que no favorece la formación de mayorías con facilidad y que permite con frecuencia que PNV y CIU tengan muchas veces la sartén por el mango para la formación de gobiernos en nuestro país.
A cambio del apoyo recibido por ambas formaciones nacionalistas, tanto el PP como el PSOE les otorgaron en estos últimos años numerosas parcelas de poder en detrimento de una auténtica política de Estado, haciendo prevalecer el interés partidista sobre el interés general de la Nación.
Bastaría que de una vez por todas PP y PSOE se pusieran definitivamente de acuerdo en aquellos casos en los que conviene defender los altos intereses de España para que estos retos y desplantes nacionalistas quedaran en agua de borrajas. Pero ni el PP, que sigue cantando todavía las alabanzas del Estado autonómico, ni el PSOE, que ha dado apresuradamente una voltereta hacia el Estado federal, han querido, una vez más, llegar a un acuerdo para hacer frente a la deriva en que nos encontramos. n vez de poner tanto empeño, deprisa y corriendo, en frenar las extravagantes ansias independentistas del nacionalismo catalán cada una por su cuenta ambas fuerzas, mejor harían si pactaran de forma inmediata, al menos, una solemne declaración conjunta para poner a las fuerzas nacionalistas en su sitio. Tiempo habrá después para trabajar con serenidad y tratar de buscar nuevas fórmulas de encuentro para establecer una nueva estructura de Estado creíble que resulte más sencilla, más austera y operativa, y que, sobre todo, tenga en cuenta nuestra tradición constitucional.
Para la consecución de un acuerdo de futuro será difícil contar con los nacionalismos insaciables que han abierto una grieta irreparable en la confianza que habíamos depositado en ellos una gran mayoría de españoles. En el futuro, la responsabilidad prioritaria para enderezar esta azarosa situación recaerá obviamente en los dos principales partidos del país, pero, en esta ocasión, la sociedad civil deberá también ser escuchada y tenida en cuenta.
El consenso del 78 se fraguó en exclusividad entre las fuerzas políticas de entonces con el presidente Adolfo Suárez liderando la operación, pero sin el concurso de la sociedad civil, a la que en aquellos momentos no se pudo apelar por su escasa presencia y representatividad. Hoy, un nuevo acuerdo urdido solamente entre los dos partidos no sería suficiente porque la sociedad española ha crecido y se ha robustecido y tiene una experiencia política acumulada que entonces no tuvo ni podía tener.
No es hora para la vacilación y la duda, sino momento para la lucidez y la determinación.
Ignacio Camuñas Solís Presidente del Foro de la Sociedad Civil, ABC 23/11/12