Francesc de Carreras-El Confidencial
- En España el término federalismo ha sido mal entendido o, cuando menos, el significado que se le ha dado es contrario al que se utiliza en el resto del mundo
De vez en cuando, en periódicas oleadas, un fantasma recorre España: «El [llamado] problema catalán se resolvería si España fuera un Estado federal». A mi juicio esta afirmación es errónea, decididamente errónea. Pero quizás si la matizamos nos puede aclarar algunos conceptos: muchas veces los errores sirven para descubrir parte de la verdad. El término federalismo ha sido muy mal entendido en España y, por razones distintas, en cierta manera opuestas, también por parte del nacionalismo catalán. En España, por dos razones.
En primer lugar, porque a pesar de que han transcurrido casi 150 años, el recuerdo de la I República española, que fue un desastre sin paliativos, aún planea sobre nuestra cultura política y el término Estado federal ha recordado siempre a aquellos confusos once meses de 1873 de caos social e infantil cantonalismo: Proudhon se impuso a Hamilton, Madison, Jay y demás ‘founding fathers’ de Estados Unidos. Este inapelable fracaso provocó que el término federal, o cualquiera de sus derivados, pasara a considerarse maldito, sin ni siquiera ser mencionado en la Constitución republicana de 1931 ni en nuestra actual Constitución. Sin embargo, en ambas constituciones la organización territorial tenía y tienen mucho de federal, como veremos.
En segundo lugar, y quizás por este fracaso de 1873, en España federalismo se ha equiparado a desunión, a fractura interna, a quiebra y separatismo, cuando en el resto del mundo se interpreta en sentido contrario: federalismo equivale a unión. Recordemos la guerra civil norteamericana, veamos de nuevo ‘Lo que el viento se llevó‘, cuando a las tropas unionistas de Lincoln se les denominaba «los federales» y a los separatistas sureños «los confederales». También en la actualidad, dentro del contexto europeo, sucede lo mismo: los partidarios de una Europa unida más centralizada, que concentre un mayor poder en Bruselas, se les llama «federalistas» en oposición a los «euroescépticos» que rechazan una mayor unidad política y consideran que la Unión debe limitarse a ser un mercado común, una unidad económica.
En España, por tanto, el término federalismo ha sido mal entendido o, cuando menos, el significado que se le ha dado es contrario al que se utiliza en el resto del mundo.
Este sentido, el pensamiento nacionalista catalán lo ha entendido como en el resto del mundo y por eso lo ha rechazado desde sus comienzos. Un libro muy recomendable para entender este problema es el de Lluís Duran i Ventosa, publicado en 1905 bajo el título ‘Regionalisme i Federalisme’, un alegato contra el federalismo de Pi Margall. Allí se sostiene que nacionalismo y federalismo no solo son términos con un significado distinto, sino que además son incompatibles. Prat de la Riba sostiene lo mismo y esta tradición llega hasta Jordi Pujol, que en numerosos escritos y discursos ha sostenido idéntica tesis.
El federalismo presupone la igualdad entre los poderes territoriales de un Estado, mientras que el nacionalismo propone lo contrario
La principal razón está en que el federalismo presupone la igualdad entre los distintos poderes territoriales dentro de un mismo Estado, mientras que el nacionalismo propone todo lo contrario, propone la diferencia por tratarse de naciones —no territorios— dotadas de identidades colectivas distintas. Para el nacionalismo catalán, el federalismo es, además, plenamente rechazable porque no puede admitir nunca la separación, el derecho a la autodeterminación del que, según las tesis nacionalistas, son titulares las naciones.
Por tanto, el federalismo, el Estado federal, por motivos distintos —incluso opuestos— no ha tenido hasta ahora muchos partidarios en España. Sin embargo, en los últimos veinte años, un sector del PSOE, especialmente cuando en este partido ha sido influyente el PSC, ha propuesto reformar el Estado de las autonomías en un sentido federal. Desde luego sus programas de Santillana (2003) y de Granada (2013), si dejamos aparte algunas propuestas confusas y estrambóticas, van en ese sentido. Hace muy poco, Miquel Iceta, ministro de Administraciones Territoriales, volvía a poner este tema sobre el tapete y parecía pretender que los principios de estos programas podrían ser clave en la apuesta por llegar a un acuerdo en la futura mesa de diálogo y negociación del Gobierno con la Generalitat. No parece, sin embargo, que esta propuesta federalista tenga muchas probabilidades de colmar las aspiraciones de los nacionalistas catalanes.
Ya hemos dicho que en el pensamiento político catalanista el federalismo ha tenido un claro rechazo, al menos en el sector conservador. Pero incluso en el de izquierdas, por ejemplo en la tradición republicana que representa ERC, el federalismo que admiten no es tal, sino que lo confunden con el confederalismo, el término que utilizaban los sureños en la guerra civil de EEUU, según el cual el sujeto de la soberanía es Cataluña que invita a los demás «pueblos de España» a vincularse entre sí mediante un tratado internacional. En definitiva, una unión de estados soberanos. Esto es lo que propusieron, desde el balcón de la Generalitat, Macià en 1931 y Companys en 1934, con nulo éxito en ambos casos. Desde luego, un engendro sin sentido alguno en el mundo de hoy.
Pero, además, hay otro factor a tener en cuenta. El actual Estado de las autonomías ya es, al menos desde principios de este siglo, un Estado federal. Las incógnitas que implicaban las breves, pero fundamentales, reglas escritas en el título VIII de la Constitución, se despejaron después, especialmente a partir de los pactos entre el PSOE y el PP en 1992, al ser desarrolladas en sentido federal al igualarse sustancialmente las competencias de todas las comunidades autónomas, desarrollo que se culminó con los traspasos de los servicios de sanidad en el año 2001.
Hay reformas pendientes, pero no es preciso un cambio constitucional para que la organización territorial sea federal
Desde un punto de vista estructural, España —así lo reconoce la doctrina jurídica-constitucional española y extrajera— es un Estado federal; no lo es, al menos del todo, en su manera de funcionar, no lo es plenamente en sentido funcional. Hay reformas pendientes para perfeccionar el sistema, pero no es preciso un cambio constitucional para que la organización territorial sea federal, ya que esta ha sido posible dentro del marco de la Constitución de 1978.
Por tanto, no mareemos la perdiz. Si queremos entretenernos hasta las próximas elecciones disimulando que se pretende llegar a un acuerdo con los independentistas para construir una España federal lo podemos hacer. Pero no nos engañemos: será una manera de pasar el rato para seguir conservando el Gobierno, no otra cosa. Responder al desafío separatista en una mesa de negociación, aunque rebajen algo sus aspiraciones, es muy difícil, por no decir, imposible, si no se quiere rebasar el marco constitucional. Si ponemos la Constitución en almoneda, naturalmente todo es posible aunque el resultado sea que nos precipitaremos por el barranco hacia un incierto porvenir.
La reforma del Estado de las autonomías en un sentido federal puede, y seguramente debe, llevarse a cabo. Pero no servirá para resolver el llamado problema catalán, servirá simplemente para que funcione mejor el Estado.