JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Se hizo como que no había existido violencia, y quedó una sombra. Una sombra eternizada en sentencia firme, la flagrante falsedad de la «ensoñación»
Hay dos cosas a las que no encuentro explicación. La primera, por qué Vargas-Llosa decidió escribir sobre Borges. La segunda, por qué algunos de los más inteligentes colegas del columnismo se han pasado los últimos años sosteniendo que el Estado había ganado a los golpistas del 1-O y que el secesionismo había sido derrotado. Incapaz de explicarme el disparate literario, sigo buscando las razones de ese llamamiento a ponerse cómodos después del 1 de octubre de 2017.
La reacción al golpe que más prometía, la que más fuerza tuvo, al punto de sacar a la calle por dos veces a un millón de catalanes con banderas de España, fue la alocución del Rey del día 3. De civil, pero con formato 23-F. Por primera vez nos vimos reivindicados con firmeza y de verdad los catalanes constitucionalistas. (Uso el término en el sentido que ya expliqué aquí, el que nos sirvió para dejar de definirnos en negativo –«no nacionalistas»–, como si profesar la destructiva ideología nacionalista fuese lo normal). Las palabras de Felipe VI no dejaron resquicios a la ambigüedad, a la tergiversación. Eran una condena sin paliativos, desde la Corona, al núcleo mismo del ‘procés’, a la violación de la Constitución desde un poder del Estado. Sí, la Generalidad es Estado, los mossos que silbaban durante el referéndum ilegal son Estado. Hasta la Consejería de Educación, siempre fuera de la ley, es Estado. A veces hay que recordar lo obvio.
También el 155 llamaba en principio a la tranquilidad de los ciudadanos respetuosos de la ley y la unidad de España. Sin embargo, los medios públicos catalanes siguieran sembrando el odio según su costumbre porque a nadie se le ocurrió intervenirlos. Hecho importante… e inútil: en las siguientes elecciones ganó Ciudadanos, un logro moral. Nada más, pero nada menos. Puigdemont huyó, se juzgó a los sediciosos (hoy no se podría) y malversadores, fueron condenados y entraron en prisión. Hasta ahí entiendo la versión del triunfo del Estado sobre el secesionismo golpista. Debieron ser juzgados por rebelión, como entonces defendía incluso Sánchez. Pero se hizo como que no había existido violencia, y quedó una sombra. Una sombra eternizada en sentencia firme, la flagrante falsedad de la «ensoñación»: eso, simplemente, habría sido la independencia en la mente de los reos según la teoría del magistrado «progresista» Varela, que se impuso en el Tribunal y abarató la sentencia redactada por Marchena.
Pero cuando el separatismo siguió gobernando sin respetar leyes ni sentencias, cuando los delincuentes fueron indultados pese a sus anuncios de reincidencia, cuando se modificó el Código Penal a conveniencia del secesionismo (desprotegiendo a España y allanando el camino a un nuevo golpe), cuando ERC pasó a condicionar la política española (junto con Bildu) a partir del triunfo de la moción de censura de Sánchez, y aun cuando se anunció la amnistía después de haberla declarado inconstitucional toda la cúpula del PSOE, algunos de mis más inteligentes colegas columnistas seguían sin ver el peligro. Ahora ya lo ven.