Lo más triste de una competición es perder por incomparecencia; sobre todo, si se podía haber ganado de haber jugado el partido. Esa sensación la deben de tener muchos españoles cada vez que reciben nuevas noticias sobre el desafío catalán. Y muchos catalanes que se consideran víctimas del procés. El Estado perdió hace tiempo esa batalla por no comparecer; por dejar que el asunto se fuera pudriendo sin tomar decisiones, hasta que al final todo saltó por los aires.
La falta de presencia del Estado en Cataluña, y en la mayoría de las comunidades autónomas, viene de una mala lectura de la Constitución hace ya muchos años. La ley de leyes española sitúa a los presidentes autonómicos como máximos representantes del Estado en la región. Una decisión razonable en busca de cohesión, sobre la base de la lealtad mutua. Pero fue generando problemas a medida que se iban transfiriendo competencias a las autonomías, sin que la Administración central diseñara contrapesos ni órganos de control.
Tras la crisis financiera y económica de 2008 (que desembocó en crisis política, social e institucional más tarde), Cataluña optó por el camino de la secesión, sin que desde Madrid se respondiera a tiempo. Al contrario, la falta de lealtad política de los líderes independentistas se encontró con un vacío absoluto de las instituciones del Estado en Cataluña, que intentaron corregir desde el Parlamento y la Justicia española. El resultado es de todos conocido: el caos.
En estos momentos, con el artículo 155 en vigor y el filibusterismo parlamentario de los secesionistas, el Gobierno debería aprovechar su presencia ejecutiva en la región para mostrar a los catalanes que están mejor dentro de España. Y no solo el PP, también Ciudadanos (no hay que olvidar que ganaron las elecciones) y el PSOE (aunque, como el Estado, Ferraz cedió al PSC en su día todas las competencias en Cataluña).
El anuncio de nuevas inversiones en los aeropuertos catalanes, o el plan para avanzar en el corredor mediterráneo son medidas inteligentes, aunque no suficientes. Los tres partidos llamados constitucionalistas deberían ocupar el espacio político que han dejado a los separatistas y acabar con ese vacío de poder que les puede arrastrar a otra incomparecencia cuando se reanude el partido. Inés Arrimadas debería dar un paso al frente.