Del contenido de las actas etarras, lo más criticable es la frivolidad, el comportamiento diletante manifestado por los representantes del Estado: la búsqueda de la gloria con la supuesta consecución de la paz parece embriagarles hasta perder la mínima prudencia y la lealtad institucional.
La gran conquista de la democracia radica en haber sometido el ejercicio del poder a las exigencias del derecho. Ni la voluntad soberana, ni el Estado ni el pueblo pueden ejercer poder, tomar decisiones contrarias a las exigencias del Derecho. La limitación del poder en su ejercicio por elementos que no están a su disposición, las libertades y los derechos fundamentales, es lo único que legitima al poder.
Frente a esa limitación no valen ni las razones de Estado ni los fines presumiblemente buenos que pudieran justificar determinados medios no del todo aceptables. Ni la paz se puede perseguir por cualquier medio ni la defensa de la libertad se puede llevar a cabo por cualquier medio. El ejercicio democrático del poder exige que el Estado, la soberanía, el poder del pueblo acepten dejarse imponer esta limitación que se deriva del imperio del Derecho.
En el ejercicio del poder, y sin poner en cuestión los principios citados en los dos párrafos anteriores, pueden aparecer espacios de sombra. No siempre es fácil trazar con absoluta claridad la delimitación de lo que se sujeta a Derecho y de lo que queda fuera del Derecho. Y esos espacios aparecen, casi siempre, cuando está en juego la defensa de la libertad, la seguridad de los ciudadanos como fin máximo del ejercicio del poder y la búsqueda de la paz cuando está amenazada interior y exteriormente.
En esos espacios los políticos deben actuar asumiendo sus responsabilidades. Sabiendo que sus decisiones están sujetas a crítica, a opiniones divergentes y, en último caso, a la decisión de los tribunales. Es mejor contar con políticos que asumen la responsabilidad de actuar en esos espacios que con políticos que, en nombre de la pureza, se mantienen alejados de ellos.
Pero lo que no es aceptable es que jueguen con diletantismo y frivolidad, creyendo que porque la causa es buena -la consecución de la paz- se puede poner en cuestión cualquier principio y se puede poner en riesgo el imperio del Derecho; se puede frivolizar, se puede decir cualquier cosa.
Precisamente por tratarse de espacios de sombra, la responsabilidad del político se acrecienta y la necesidad de prudencia es mucho mayor. Es necesario saber medir las palabras, los gestos, no olvidar las reglas elementales de la negociación, no perder la iniciativa, no caer en la trampa de tocar la gloria pasando a los libros de Historia.
Cuando es ETA la que dice lo que en determinadas reuniones han dicho los representantes del Estado no se puede olvidar que lo hace para defender sus intereses, entre los que no está, desde luego, fortalecer el Estado de Derecho. Todo lo contrario. Pero muchas de las cosas que recogen en acta tampoco se pueden entender desde el interés exclusivo de los terroristas en aparecer como los héroes de la película. Por eso, y sin entrar a valorar la verdad de cada afirmación concreta, lo que sí ponen de manifiesto las actas que se han conocido es la manera diletante en la que se han comportado los que hablaban en nombre del Estado, que más parecían hablar en nombre de parte que del conjunto del Estado. Lo más criticable de lo que se está conociendo es la frivolidad y la ligereza puestas de manifiesto por dichos representantes: la búsqueda de la gloria por medio de la supuesta consecución de la paz parece embriagarlos hasta perder las mínimas exigencias de prudencia y de lealtad institucional.
La gloria no se puede alcanzar poniendo en peligro la solidez de las instituciones democráticas, sembrando dudas sobre su legitimidad ante los que tienen como meta hundir esas mismas instituciones democráticas que garantizan la libertad de todos los ciudadanos.
Joseba Arregi, EL MUNDO, 29/3/2011