Agustín Valladolid-Vozpópuli
  • Si los de Abascal pasan este domingo de 1 a 10-13 procuradores en las Cortes de Castilla y León, no será ni por su programa ni por su candidato; será, sobre todo, por el demérito ajeno

El presidente del Gobierno acaba de decir en una entrevista en Eldiario.es que un error lo tiene cualquiera, “pero eso no deslegitima el resultado”. Se refería al cometido por el diputado Alberto Casero, que salvó del naufragio la modesta reforma laboral de María Pita II, estajanovista e insomne defensora de las clases trabajadoras. Puede ser. Puede que el resultado sea legítimo en tanto que legal, pero, ¿y el precio pagado? ¿Nada tiene que decir el presidente sobre el daño ocasionado a las instituciones por el comportamiento barriobajero de los representantes de la soberanía popular?

Llueve sobre mojado. El episodio provocado por la torpeza negligente de Casero, amplificado después por la cadena de engaños, trampas, descaradas mentiras, deslealtades y pactos indeseables que fuimos conociendo los atónitos ciudadanos, ha tenido la virtud de compendiar como ningún otro los principales males de la política española y demostrar en un solo acto que la vieja discusión sobre si nuestros representantes están o no a la altura de sus representados está hace tiempo superada. Si albergábamos alguna duda, esta ha quedado definitivamente resuelta: los diputados no se toman en serio a la ciudadanía.

El lamentable caso del diputado Casero ha clarificado en un solo acto la duda sobre si nuestros representantes están o no a la altura de sus representados

Escribía recientemente Ignacio Sánchez Cuenca en El País que uno de los rasgos distintivos de la política española, en amplios períodos de la historia, ha sido la profunda desconfianza de las élites políticas hacia el pueblo llano, “como si este fuera fuente de peligros constantes para la estabilidad del sistema”. Asunto aclarado. Hoy sabemos, sin el menor asomo de duda, que ya es justo al revés, que el pueblo llano nada tiene que ver con la perniciosa inestabilidad que frena nuestro progreso. Hoy, desgraciadamente, sabemos que el desencuentro entre élites políticas y pueblo llano es mayor que nunca. Hoy, para desdicha de todos, estamos constatando a diario que los intereses de los partidos políticos se alejan peligrosamente de los problemas que aquejan a los ciudadanos.

También Félix Madero se refería el martes en este periódico a tan crucial asunto, citando a Luis Landero: «En este país hay algo de cainismo, de malevolencia, estamos como malditos para la convivencia». Bien, pero no achaquemos tales defectos al conjunto de los españoles, sino a quienes irresponsablemente promueven la confrontación. En el pasado reciente los españoles han dado más que evidentes muestras de cordura y sensatez en momentos cruciales. Son las élites políticas, estas élites políticas, presuntuosas, pueriles y crecientemente incompetentes, las que se han blindado contra la cordura y la sensatez. Fueron los españoles los que, en abril de 2019, pusieron en manos de los partidos la impagable ocasión de abrir una larga etapa de estabilidad en la que construir, a partir de una sólida mayoría de 180 diputados, un proyecto realmente nacional, y fue la desmedida ambición y la ineptitud de unas mediocres élites políticas las que desperdiciaron aquella oportunidad única.

Las forzadas elecciones de Castilla y León son un buen ejemplo de la necedad destructiva y autodestructiva de nuestras élites políticas

Desde entonces, a lo que hemos asistido es a una sucesión de citas electorales, solo justificadas por la codicia de los diferentes partidos convocantes, que en lugar de servir para regenerar la calidad de la democracia en lo que casi siempre han derivado es en un mayor descrédito del sistema, al margen de acrecentar las opciones de nacionalistas y populistas de uno y otro extremo. El de Castilla y León, sin ir más lejos, es un buen ejemplo de esa necedad destructiva y autodestructiva; de hasta qué punto las urgencias de las élites políticas pueden acabar promoviendo inestabilidad y fragmentación o radicalización y enfrentamiento. O ambas cosas.

Es muy posible que uno de los titulares que se repetirá en los periódicos del lunes 14 de febrero, San Valentín para más inri, sea este: “El PP necesitará a la extrema derecha de Vox para gobernar”. Y sin embargo, Vox será la formación que menos haya contribuido a su propio éxito. El mérito de los de Santiago Abascal consiste, en esencia, en la eficaz explotación de la desidia de los demás. En España hay gente de extrema derecha, como la hay de extrema izquierda, pero España no es de extrema derecha (ni de extrema izquierda). En Castilla y León hay gente de extrema derecha, pero Castilla y León no es de extrema derecha. Si Vox pasa este domingo de 1 a 10 o 13 procuradores en las Cortes de Castilla y León, no será ni por su programa ni por su candidato; será, sobre todo, por demérito de los demás. Háganselo mirar.

La postdata: Gabilondo y Rivera

Ángel Gabilondo.- Petón no me dejará mentir: Ángel Gabilondo fue un mediano entrenador de fútbol, pero un magnífico tipo en la época en la que nos daba instrucciones, con sotana y sin alzacuellos, sobre cómo situarnos en el campo. Un estupendo fraile al que nunca le oí alzar la voz, salvo para corregir desde lejos nuestra posición; ni tuvo, que yo fuera testigo, una mala palabra u obra con ningún alumno. Si como Defensor del Pueblo acaba investigando los abusos en la Iglesia, lo hará con la mesura y discreción que tiene acreditadas. Un acierto.

Albert Rivera.- No es la primera vez, ni será la última, que un político relevante sale escaldado de su reestreno en la actividad privada tras abandonar la cosa pública. Algún que otro ministro, por ejemplo. Aunque ni lo manifiesta ni lo deja por escrito, lo que el empresario por lo general contrata no es la capacidad profesional del político sino su agenda. Es legítimo, pero depende de lo que se pretenda. Y no siempre lo que se pretende es aceptable. “Aunque sabíamos de su completa inexperiencia en nuestro sector…”, se lee en el comunicado en el que el despacho de abogados Martínez Echevarría justifica el despido de Albert Rivera y José Manuel Villegas. ¿Por qué contratan a alguien sin “experiencia en nuestro sector”? ¿Cómo pensaban amortizar entonces el fichaje de Rivera? ¿Cuánto vale la proyección pública que el despacho ha conseguido gracias al exlíder de Ciudadanos? En el pecado llevan la penitencia.