Juan Carlos Girauta-ABC
- «Se equivocan en todo, pero no habrá tiempo de comprobarlo porque su experimento será abortado en el mismo instante en que España sea intervenida, se tenga que recortar el gasto y Pedro Sánchez deba bajar las pensiones y el sueldo de los funcionarios. Suerte tendrá el gobierno si llega entero al verano»
Lo político está siendo tomado por un tipo de mentira con la que no se puede convivir. Los espacios que ocupa se pierden, las estancias quedan condenadas. Nada que ver con la dosis de engaño al pueblo, o demagogia, de cualquier sistema político real.
En los regímenes totalitarios la mentira es estructural. Se funde con la verdad en una comunión monstruosa, y puede durar décadas porque a los sometidos se les inocula un virus moral o mortal. Así, quien desea sobrevivir siguiendo a la naturaleza se ve obligado al compromiso, y quien no está capacitado para tragar es eliminado. De ahí la trascendental y dolorosa observación de Viktor Frankl acerca de la rápida muerte de los mejores bajo el nazismo.
En los regímenes autoritarios, como el último franquismo, la mentira se ha despegado de la verdad aunque esté institucionalizada. El pueblo es consciente de verdades que se formulan entre guiños, bromas y burlas a la censura. Es memorable la diferenciación entre la URSS y la España predemocrática expuesta por Solzhenitsyn en «Directísimo», el programa de José María Íñigo, en marzo de 1976. El referéndum sobre la Reforma Política no llegaría hasta diciembre. Siguen dando alipori las reacciones de respetados escritores en sus columnas de prensa, los insultos al autor de la grandiosa «Archipiélago Gulag».
Pero esas reacciones sin humor nos desvían. El meollo del asunto es la coñita política. Una dictadura que es objeto de continua chanza no es totalitaria porque la sociedad distingue a la perfección entre verdadero y falso. La comunión monstruosa ha terminado. Para comprender la incompatibilidad del totalitarismo con la mofa, acúdase a «La broma», la novela de Milan Kundera.
En los sistemas democráticos ni siquiera es posible institucionalizar la mentira de manera estable. Es algo axiomático. Atañe a la naturaleza íntima de la sociedad abierta, siempre sometida a crítica. Cuando hoy decimos «democracia» aludimos a ese constructo y no a otro. No importa que tan bastardeado término, cargado de historia y por tanto de acepciones diferentes, lo sigan esgrimiendo los decisionistas del nacionalismo o los populismos extremos. Sabemos que un Torra o una Ada Colau postulan una democracia ajena a la ley, u opuesta a ella. Puro ruido. Acudan a cualquier foro europeo o atlántico. Allí todo el mundo entiende el significado actual de democracia. Para empezar, implica imperio de la ley. Ley a su vez inserta en una jerarquía cuya cima es una Constitución que reconoce un catálogo estándar de derechos y libertades. Con elecciones libres y periódicas, etcétera.
Aquí empieza el misterio sanchista. En una democracia europea y plena, de repente un gobierno empieza a dar muestras inequívocas de querer institucionalizar la verdad, y la verdad institucionalizada es dictatorial. Como las contemporáneas son democracias de opinión pública, la operación exige atemorizar a los medios. ¿Ignoran que una parte de ellos jamás se avendrá a tal retroceso democrático? Veladas amenazas apuntan a la publicidad institucional, a un juego de castigo y premio. Más explícitamente, se baraja el establecimiento de las versiones oficiales como las únicas publicables. Se promueven agencias de verificación cuyos propietarios coinciden, por supuesto, con la línea ideológica gubernamental. También el CIS, adscrito a Presidencia, nos va preparando para hacer digerible una fuente única de noticias. En realidad, son motivaciones incomprensibles por lo inviable. Pero aun así, se intenta.
Por si fuera poco, el principal partido del gobierno, valiéndose de una fiscal general del Estado que encarna el sesgo partidario, y cuya ejemplaridad política se resume en tres reprobaciones parlamentarias (un récord), recurre a la Justicia sin base jurídica que lo fundamente. No importa; el efecto perseguido es disuasorio: reprimir la opinión de representantes políticos y periodistas. Otro de los partidos de gobierno anuncia, con toda la autoridad de un vicepresidente, que tiene al tercer partido de España por «parásitos», por «inmundicia», y que se van a «librar» de ellos. Palabras revolucionarias con ecos totalitarios, de exterminio. Paralelamente, varios miembros del gobierno vierten duras críticas contra un juez cuya sentencia les ha disgustado. Se rompe, con crudeza chulesca impropia de gobernantes democráticos, el respeto a la división de poderes y a la independencia judicial.
En resumen: eliminar contrapesos y enmudecer al crítico para que prevalezca una sola visión de la realidad: la verdad oficial; con tal fin, se puede amenazar a medios y periodistas, a adversarios políticos y a jueces. Repito, siempre hay misterio encerrado en los empeños imposibles.
Nada de lo anterior funcionará, salvo con cuatro pusilánimes. Para que funcionara habría que poder reprimir efectivamente a miles de jueces independientes, a todos los medios de comunicación, a toda la oposición, con sus militantes y simpatizantes. Se necesitaría más que un estado de excepción. ¡Oh!
Misterio resuelto. Parece que un trasnochado gobierno de incompetentes y radicales cree que dispone de una oportunidad única… si aprovecha la peste y el estado de alarma resultante. Marco legal que en realidad es manejado -¡y aceptado!- como un estado de excepción. Contaban con el miedo. Lo propio de una brutal pandemia. Y el miedo es ciego. Se puede utilizar para diseñar una Nueva Normalidad donde el Ejecutivo prevalece sobre cualquier otro poder del Estado y sobre la propia sociedad. Eso creen.
Dada la cantidad de sufrimiento acumulado, la principal preocupación de los nuevos autoritarios (PSOE) y de los nuevos totalitarios (Podemos) es que alguien articule políticamente el dolor. Por eso nos advierten y nos aperciben contra tal posibilidad… los mismos que llamaban a politizar el dolor en la anterior crisis: la plana mayor de Podemos, para empezar.
Se equivocan en todo, pero no habrá tiempo de comprobarlo porque su experimento será abortado en el mismo instante en que España sea intervenida, se tenga que recortar el gasto y Sánchez deba bajar las pensiones y el sueldo de los funcionarios. Suerte tendrá el gobierno si llega entero al verano.