ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Cuando anteanoche ese se levantó y dijo que los presos políticos, los exiliados y serà un dia que durarà anys, rataplán, hubo alguien en una mesa que empezó a mostrar su disgusto. A rezongar, para decirlo con exactitud castellana. Por suerte había allí una periodista, una sola, parece, llamada Pilar Eyre, que empezó a contar lo que estaba pasando. El disgustado se preguntaba con voz fuerte si nadie iba a decir nada. No solo. En la mesa de al lado estaba El Gran Prófugo, que no es Puigdemont sino Artur Mas y, mirándole, le espetó: «Tú tienes la culpa, Mas». Desgraciadamente, el juez Llarena no se atrevió a tanto y como debiera. Lo mejor sucedió al irse. Al pasar frente a Teresa Cunillera, la delegada del Gobierno escarnecido y escarneciente, se le encaró y le dijo: «¿Pero cómo permites eso?» En efecto: cómo permites Cunillera que te escupan y ni siquiera tengas la decencia de largarte.
Escandalizado, Manuel Valls se alejó en la noche. En la puerta le habían dado las gracias algunos cobardicas, quién sabe si en proceso de recuperar su dignidad. Valls es un escandalizado permanente. Unos españoles le reprochan sus opiniones sobre el estado de la democracia en Cataluña. Otros sus opiniones sobre el concepto de la democracia que tiene Vox. Estos españoles todos tienen el grave inconveniente de no apreciar hasta qué punto España es un escándalo. He defendido siempre la mirada del viajero. Siempre que no sea un imbécil, claro. El viajero es el único que sabe descubrir la carta de Poe. Xenófobos de cualquier patriotería, empezando por los que para dar cuenta de sus actividades electorales abren así sus crónicas: «El exprimer ministro francés y candidato a la alcaldía de Barcelona…», le reprochan de mil formas a Valls su extranjería.
Yo quiero que no la pierda nunca.