FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO – EL MUNDO – 13/06/16
· El autor hace una defensa del proyecto europeo y se muestra sorprendido por el apoyo que recibe el rechazo a la UE entre una clase media ilustrada y culta que disfruta de un alto nivel económico y de bienestar.
· «Está decidido ya», proclamó mi mujer. «Voto al Brexit. Alea jacta est», añadió, en un idioma sorprendentemente europeo, supongo que porque en ese momento estábamos cruzando un río, aunque no fuera el Rubicón sino el Loire.
Mi temor aumentó. Conozco a un montón de ingleses a quienes considero, o hasta que se levantó ese maldito asunto del Brexit solía considerar, como personas inteligentes, racionales y enteradas. Me refiero a gente culta, de perspectivas amplias y abiertas, admiradores de la gastronomía francesa, el arte español, la música italiana y el idealismo alemán. Decoran sus casas con muebles escandinavos, llenan sus cavas de vinos de Burdeos y de Borgoñas, y en sus garajes hay Mercedes o BMW. Comen en tabernas o trattorias.
Van de vacaciones a las orillas del Mediterráneo. Emplean albañiles polacos para construir las casas, técnicos checos o holandeses para arreglar los ordenadores, médicos húngaros o austriacos para curar sus enfermedades, enfermeras eslovacas o eslovenas para cuidarse mientras tanto, y a chicas búlgaras o rumanas para limpiar las casas o blanquear la ropa. A menudo tienen casas de campo en Grecia, Creta o Malta. Militan por la dignidad de los estados bálticos contra las pretensiones rusas. Y resulta que, a pesar de todos estos rasgos eurófilos, van a votar, o por lo menos así lo dicen, para que el Reino Unido salga de la UE. O sea, empiezan por abandonar su racionalidad y acaban por abandonar a Europa.
Hay quien dice que es por ser, según Napoleón, una nación de tenderos. Es cierto que el debate en el Reino Unido sigue preocupado por temas estrechamente económicos. Creen que contribuyen más a la Unión de lo que reciben en subsidios, sin contar las ventajas, a veces difíciles de calcular, que se obtienen del mercado común, las tarifas compartidas y el intercambio de mano de obra, ideas y cultura.
También es cierto que históricamente los ingleses han adoptado actitudes prácticas y poco ideológicas ante los problemas políticos. Salvador de Madariaga, que conoció profundamente las peculiaridades inglesas por sus largos años de profesor en Oxford, solía decir que el carácter de una nación podía definirse por los términos intraducibles de sus idiomas: por ejemplo, no existe ninguna palabra en cualquier idioma que no sea el español para expresar el concepto de duende. Ni se puede traducir a otras lenguas lo que los franceses llaman le droit. Para definir lo inglés, Madariaga remitía al concepto de fair play, es decir, preferir perder que ganar abusando de las reglas del juego.
Pero tal vez aún más representativo sería la frase «Get on with it», o sea, olvídese de las teorías y diríjase hacia fines pragmáticos. Cuando traduzco al inglés trabajos de colegas continentales, debo ir sustituyendo las abstracciones que desesperarían a lectores ingleses por sustantivos concretos.
Pero no me parece justo calificar las prioridades económicas como rasgos del carácter inglés. En primer lugar, se trata no de una característica específicamente inglesa, sino de un vicio humano en tiempos de crisis, cuando todo el mundo descarta ideologías para ganarse la vida. Hay que reconocer que el carácter históricamente inglés ya no existe. Se ha disuelto. Ya no se tropieza uno con esas personas que vienen retratadas, por ejemplo, en el libro que mi padre escribió para intentar entender a los ingleses de la época de la Guerra Mundial. En su isla, en la que se presenta el clásico inglés reservado, encerrado en una mentalidad tan enrollada como su paraguas, o envuelto en esa frialdad típica de los héroes ingleses de las novelas de Julio Verne.
Los ingleses suelen echar la culpa de esa pérdida de su antiguo sangfroid épatant al efecto de los inmigrantes. Lamentan, un poco al estilo del padre en duelo del Romance de la Guardia Civil española, que «yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa». Y efectivamente, el temor a la corrupción de las costumbres nacionales es uno de los motivos del rechazo al extranjero que respalda la campaña del Brexit. Pero tampoco explica el nivel de apoyo a la secesión entre la gente culta, que no siente ningún recelo hacia los extranjeros, sino que saben que el nivel, tal vez excesivo, de inmigración se debe más a los que vienen del antiguo imperio británico que a las normas de la UE, y que el país depende de la mano de obra europea para toda clase de servicios esenciales.
Ni siquiera los defectos de la Unión explican el fenómeno Brexit. Todos somos conscientes de tales defectos y no es que los ingleses sean observadores más agudos ni agraviados menos pacientes que los demás europeos. La UE me recuerda al comentario del sabio inglés de la Ilustración, el gran Samuel Johnson. «Al perro que ande por dos patas», dijo, «o a la mujer que predique un sermón, no hay que insistir en que se haga bien, sino admirar el mero hecho de que se hace». Reunir a tantos países tan diferentes, de historias tan conflictivas, de hablas inconmensurables, manchados de tanta sangre, pervertidos de tantos odios, y construir con ellos una unión que funcione, aunque ese funcionamiento sea bastante defectuoso, es una auténtica maravilla, digna de apoyarse y de seguir mejorándose.
Las elites europeístas han cometido graves errores: entre ellos, acelerar excesivamente el crecimiento de la Unión y el proceso de desarrollo de las instituciones comunes y de una constitución única. Han admitido a países que no estaban en condiciones económicas adecuadas, ni disponían de instituciones civiles fiables, ni habían logrado una madurez política suficiente. Han menospreciado la democracia a favor de la tecnocracia y la autoselección de la clase dirigente.
Establecieron el euro como moneda única sin tener en cuenta los problemas que luego surgieron de las diferencias económicas entre varios de los países. Pero tampoco es por eso que el referéndum británico nos amenaza con la quiebra de la Unión, ya que los votantes inteligentes, tales como mi mujer, saben que cuando uno se une a una empresa hay que aceptar que todo no andará bien y que la mejora sólo procede de la colaboración.
En cambio, para comprender la perspectiva del referéndum, remito al mismo ejemplo de mi mujer. Su declaración en contra de la UE vino al cabo de un día lleno de desastres. Estábamos atravesando Francia en coche, rumbo a la granja del Périgord donde solemos pasar quince días al año para intentar trabajar tranquilamente en nuestros proyectos literarios. Habíamos perdido varias horas en la congestionada autopista periférica de París, y luego en una serie de desvíos por la clausura de carreteras y las vaguedades de la señalización electrónica francesa. El tiempo atmosférico era depresivo entre neblinas peligrosas bajo cielos amenazadores. A mi mujer, que, buscaba al volante un camino no cortado, les beaux gendarmes habían tenido la gentileza de imponerle una multa por exceder mínimamente la velocidad permitida. El colmo de todo, cuando por fin encontramos un medio de cruzar el Loire entre las inundaciones de aquel día, fue perdernos en las callecitas de Bourges y perder otra hora más.
En cambio, al día siguiente, después de una noche apacible, cuando nos calentaba un sol espléndido y estábamos sentados bajo viñas y entre flores, degustando foie gras regado con vino de Monbazillac… «Pues no lo sé», murmuró mi mujer. «Tal vez el Brexit no vale tanto». Nos acordamos de otro inglés, víctima de los mismos desvíos y disgustos, con quien habíamos tropezado el día anterior en una gasolinera de Châteauroux. Iba éste en el coche con su mujer, sus niños, un perro y un bebé recién nacido.
Se habían levantado a las tres de la madrugada para intentar llegar ese mismo día a España. A pesar de los agravios, seguía anticipando el placer de unas vacaciones continentales. «Ese», dijo mi mujer, «seguramente votará a favor de la Unión». Si el día del referéndum las noticias son malas –si hay una crisis del euro, o una nueva ola de inmigrantes, o nuevas muestras de nacionalismos– el resultado podría ser negativo. Pero si brilla el sol y –aunque sólo sea por un día y nada más– la Unión marcha bien, mis amigos y mi mujer, en la intimidad de la cabina de votación, recuperarán su racionalidad y estaremos a salvo.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).