Ignacio Camacho-ABC

  • La teología de Küng es una honrada búsqueda intelectual del sentido de la religión en la cultura contemporánea

Mucho más interesante que el ficticio y maniqueo diálogo entre los Papas Benedicto y Francisco, popularizado en una película de aceptable factura, fue la entrevista real que Joseph Ratzinger y Hans Küng mantuvieron en Castelgandolfo cuando el primero fue proclamado Pontífice. Viejos amigos separados por la evolución de su pensamiento y por un abismo de responsabilidades: el uno, custodio de las certezas dogmáticas acrisoladas en el liderazgo de la Iglesia; el otro, paradigma de una crítica independiente sin más límite que la arrogante pero sincera lealtad a su propia conciencia. Respeto intelectual mutuo. Formalidad germánica. Discrepancias severas. Nadie sabe qué se dijeron. Sólo Kung relató con vaguedad un cierto acercamiento personal deudor de antiguos afectos. Doctrinalmente siguieron lejos; el teólogo disidente era demasiado soberbio para asumir acatamientos. Lo que allí se habló quedará para siempre en secreto porque Ratzinger vive en la bruma silenciosa del retiro y Küng ha muerto. Pero un encuentro de tanta hondura reflexiva se habrá producido pocas veces en la historia de este tiempo.

El prestigio de Küng se benefició de una reputación de progresista por su apertura ecuménica y sobre todo por su cuestionamiento de la infalibilidad del Papa. Era desde luego un reformista pero no cabe duda de su compromiso con la fe cristiana. Consciente de su brillantez enciclopédica, se deslizó a menudo por una suficiencia temeraria, una iluminación carismática que lo aproximaba a la rebeldía luterana. Parecía cómodo con su fama de heterodoxo aunque le dolió en el alma que el Vaticano le retirase la licencia para la enseñanza. Su altanería era tan legendaria como la evidencia de que no había muchos colegas con erudición suficiente para desafiarla. Sin embargo, la suya fue una búsqueda auténtica, legítima y honrada de una teología capaz de explicar con eficacia el papel de la religión en la cultura contemporánea. Escribió decenas de libros: sobre el sentido de la muerte, sobre la posmodernidad, sobre judaísmo e islamismo, sobre el misterio de Dios, incluso sobre la inspiración sacra de la música alemana. Y por supuesto sobre la Iglesia, extremando el espíritu de renovación del Concilio -en el que participó con deslumbrante notoriedad- hasta entrar en conflicto con la autoridad jerárquica.

Para tratarse de un hombre tan seguro de sí mismo, su obra contiene interrogantes involuntarios. Su legado es una apelación a la ética del esfuerzo que significa hoy ser cristiano. Contra las flaquezas y crisis de la fe propone el vigor existencial de la esperanza y apuesta por un humanismo de entrega sin fisuras. Con Benedicto XVI compartía el rechazo al facilismo de la autoayuda; les separaba la idea de que, en cuestiones de trascendencia profunda, la firmeza de las respuestas puede resultar menos relevante que la honestidad de las preguntas.