JORGE BUSTOS-EL MUNDO
Acabo de volver de Roma, que no es una ciudad que necesite un mural de Banksy para ponerse en el mapa. Pero Venecia tampoco lo es, y sin embargo si la última Bienal mereció un espacio en los medios fue gracias a una performance del ubicuo grafitero. En ella interpretaba a un artista urbano que despliega en la plaza de San Marcos un collage de cuadros que componen la odiosa imagen de un crucero irrumpiendo en el Gran Canal. Acerada crítica del turismo de masas, concluyeron los analistas. También se le atribuyó la figura de un crío con una antorcha como las que prenden los inmigrantes rescatados en el Mediterráneo. Conmovedora denuncia de la fosa común que se abre a las pies de Europa, tuitearon los más sensibles desde la panza de Europa. Ah, oh. Genio.
Sabemos que Banksy no es un artista precisamente por la automática y universal aceptación que cosechan sus pintadas. Lo suyo es arte solo en la misma medida en que lo de SergioRamos es coleccionismo. Con la diferencia de que Ramos no finge escándalo ante la eterna relación entre dinero y arte, componenda que ya Giotto censuró con bastante más credibilidad –y mejor dibujo– que el del spray. Tampoco es novedoso el cuco intento de hacer pasar por transgresión la pura catequesis. Banksy no epata a nadie con sus ternuristas jeremiadas contra la sociedad de consumo o la maldad del corazón humano; al contrario, adula los instintos morales más primarios. Nada genera hoy consensos más inmediatos –y lucrativos– que deplorar el turismo que todos practicamos o declarar el pacifismo por el que ninguno nos hacemos misioneros. Madrid acumula en unos metros algunos de los cuadros más sublimes del mundo, pero me temo que Banksy abriría un concurrido itinerario para estetas de Instagram con solo dejarse caer por Lavapiés y pintar un mantero lloroso en un muro desconchado.
A todo impostor le delata siempre el moralismo. En cambio quien está seguro de su talento aborrece ponerlo al servicio de la autocomplacencia del público. No lo hizo Caravaggio, proxeneta y asesino, cuando elegía prostitutas para retratar a las madonnas que le encargaban los cardenales. No lo hizo Faulkner cuando describe la violación de una adolescente con una mazorca de maíz. No hay catarsis sin la piedad que sigue a la experiencia del terror, avisó Aristóteles. La función clásica del arte, desde su origen trágico –nietzscheano–, la definía así Manuel Millares: «El arte no debe serlo porque agrade sino más bien porque duela rabiosamente. Nada de explicaciones o entendimientos. El arte no puede ser el cómodo asiento de lo inteligible, sino el camastro pavoroso de los pinchos donde nos acostamos todos para echarle un saludo temporal a la aguardadora muerte». Lo demás es decoración.