ABC-PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Justo es rendir homenaje hoy a Adorno, que, a pesar de sus extravíos, fue un gran pensador

HA pasado en buena medida desapercibido el 50 aniversario de la muerte de Theodor Adorno, uno de los pensadores más importantes del siglo XX. Falleció a los 66 años en Suiza, donde había ido a disfrutar de unas vacaciones. Era el 6 de agosto de 1969 y había tenido tiempo de presenciar la llegada del hombre a la Luna, un hecho que debió hacer reflexionar a un filósofo que albergaba un gran pesimismo sobre las consecuencias del progreso tecnológico.

Merece la pena recordarle hoy por su triste final, por su incapacidad de adaptarse a los cambios y porque él mejor que nadie ejemplifica la contradicción entre la teoría y la práctica. Su trayectoria es toda una paradoja: llegó a las más excelsas alturas en el pensamiento filosófico contemporáneo y luego cayó en el abismo de la repulsa social y la vergüenza.

Nacido en el seno de una familia judía, Adorno fue unos de los fundadores de la Escuela de Francfort, junto a Marcuse, Benjamin y su amigo Max Horkheimer. Tuvo que emigrar a Estados Unidos con la llegada del nazismo, aunque luego volvió a Alemania para dar clases en la Universidad y en el famoso Instituto de Investigación Social.

Su retorno fue dramático porque acabó siendo repudiado por sus propios alumnos, que pedían su expulsión de la docencia, escribían eslóganes contra él y le tachaban de burgués. Un grupo de chicas se desnudó en las aulas y le mostraron sus pechos desnudos, mientras le increpaban. La imagen ha quedado inmortalizada.

¿Qué es lo que le sucedió a Adorno para dejar de ser un emblema de la lucha anticapitalista en los años 30 y convertirse en un reaccionario a ojos de su alumnado en los años 60? La respuesta requeriría una tesis doctoral, pero, simplificando la cuestión, el padre de la dialéctica negativa se aferró a una aplicación dogmática de sus ideas para descalificar a los movimientos juveniles que culminaron en las protestas civiles y la cultura hippie al otro lado del Atlántico y en Mayo del 68 en Francia.

Adorno creía que los jóvenes inconformistas eran una especie de gamberros que se aferraban a la acción sin el sustento de la razón. Pensaba que la insurgencia social reforzaba al capitalismo y que las expresiones de contestación popular eran una enfermedad infantil que conduciría a la frustración. Se mostraba intolerante con el ejercicio de la libertad sexual y repudiaba con vehemencia el régimen comunista de Alemania del Este.

El transcurso del tiempo ha demostrado que Adorno tenía razón en algunas cosas, pero lo cierto es que se enquistó en una visión académica de los cambios sociales y no fue capaz de comprender las poderosas fuerzas que alentaban aquellos movimientos que, en gran medida, obedecían a la crítica del capitalismo que él había formulado tres décadas antes.

Marcuse, fascinado por Hegel igual que Adorno, no cometió el mismo error y justificó las protestas como una muestra de las contradicciones del sistema, mientras defendía la tesis clásica del proletariado como fuerza de impulso de la Historia. A diferencia de su compañero, se convirtió en un símbolo de la contestación en la California de los años 60.

Pero Marcuse jamás llegaría a escribir un libro tan importante como «Dialéctica de la Ilustración», concebido por Adorno a medias con Horkheimer. Ambos mantenían que la explotación capitalista tiene su origen en un desarrollo instrumental y utilitario de la razón entronizada por la Ilustración, una tesis no muy lejana a la idea heideggeriana de «la deshumanizacion de la técnica».

Justo es rendir homenaje hoy a Adorno, que, a pesar de sus extravíos, fue un gran pensador. Como él mismo afirmaba, la verdad reside en quienes no hallan consuelo. Él no lo tuvo en sus últimos años.