Cristian Campos-El Español

En otoño de 2018, activistas del grupo ecologista Extinction Rebellion bloquearon los cinco mayores puentes londinenses sobre el Támesis para impedir a cientos de miles de personas llegar hasta sus puestos de trabajo. «Miles de millones de personas van a morir» dijo el líder del grupo en referencia al cambio climático. El mesías portavoz jugaba sobre seguro. En 2019, una encuesta internacional arrojó el dato de que el 48% de las personas cree que la humanidad está al borde de la extinción.

La estrategia de Extinction Rebellion consistía en provocar el mayor número de molestias posibles a los ciudadanos cerrando calles y paralizando el transporte público. El grupo también intentaba provocar el arresto de sus activistas para aparecer en los medios británicos. En octubre de 2019, Extinction Rebellion aparcó un camión de bomberos frente a la sede del Tesoro británico e intentó regar el edificio con sangre falsa hecha con zumo de remolacha. El resultado fue mejorable.

Ese mismo mes, Extinction Rebellion intentó inmovilizar un metro en hora punta. Para entonces, la inicial simpatía de los británicos por el grupo, la misma que genera cualquier agrupación de lunáticos supuestamente bienintencionados que diga luchar por la causa redentorista de moda, se había transformado en hartazgo. Los trabajadores bloqueados en el andén llegaron a tirar al suelo a uno de los activistas, que tuvo que ser rescatado del linchamiento por algunos pasajeros benevolentes.

Pocas causas hay tan impopulares entre la clase trabajadora como las acuñadas por unas elites progresistas indiferentes a los verdaderos problemas que sufren aquellos que no pueden permitirse el lujo de perder el tiempo obsesionándose con el fin del mundo. En eso ha acabado convertida hoy la lucha contra el cambio climático. En una señal de estatus para unos pocos y en la excusa perfecta para el incremento de la presión fiscal por parte de los mismos políticos cuyas supersticiones ideológicas les llevaron a diseñar unas políticas energéticas más propias de un orate que de un gestor público.

La docena de activistas que ayer miércoles lanzó pintura contra el Congreso de los Diputados (un Congreso, por cierto, que suele estar rodeado por un cinturón de vallas, pero que ayer amaneció misteriosamente libre de ellas) no es más que la versión castiza de Extinction Rebellion. Como dice Pedro Herrero en Twitter, «el populismo entendido cómo mala educación siempre es negocio de pijos».

Ni siquiera vale demasiado la pena escandalizarse por el hecho de que haya sido precisamente la sede de la soberanía nacional la escogida para ser convertida en el vertedero de los delirios escatológicos de un puñado de niños y de algún que otro maduro a la grotesca búsqueda de la juventud perdida. Porque si los propios diputados acuden al hemiciclo vestidos como cámaras de Euskal Telebista, ¿por qué debería el ciudadano medio abstenerse de convertir la escalinata del Congreso en un vomitorio?

Más preocupante es la posibilidad de que la docena de este miércoles se convierta pronto en un centenar y, a la vista de la impunidad con la que ayer se les dejó pintarrajear a placer el Congreso, decidan bloquear la M-30 o la estación de Atocha. Porque entonces, ¿cómo podrían los trabajadores llegar a los puestos de trabajo que financian las numerosas instituciones y organismos públicos que luchan contra el cambio climático?

En esto hay que ser inteligente. Porque las clases populares están ahí para que tú puedas descargar sobre ellas tu clasismo concienciado. Y para limpiar lo que tú ensucias, claro, como ocurrió ayer con los trabajadores del SELUR, el Servicio de Limpieza Urgente del Ayuntamiento de Madrid.

Pero si ahogas demasiado a los trabajadores, quizá te ocurra como al del metro de Londres. O no. Porque los catalanes han soportado durante años cortes en la Meridiana por parte de media docena de jubilados sin que haya aparecido jamás ningún Will Smith arrebatado poniendo orden a guantazos.

Mejor, en cualquier caso, centrarse en esos diputados españoles que, creyendo como creen a pies juntillas en la inminente extinción de la raza humana, siguen sin hacer lo que debería hacerse en ese caso, que es devolver a los españoles a la era preindustrial.

Porque a los que no creen en esa extinción no se les puede reprochar moralmente el no hacer nada para evitarla. Pero aquellos que dicen creer en ella, y que no mueven un solo dedo por ponerle freno más allá de algunas medidas cosméticas y obviamente ineficaces (dado que es obvio que el final del mundo está a la vuelta de la esquina), ¿acaso no son más merecedores de la ira divina del redentorismo ecologista?

¿Cómo pueden esos diputados seguir con su vida habitual, como si nada estuviera ocurriendo, mientras el planeta se dirige inexorable hacia su próximo colapso final? Un poco de zumo de remolacha, además, jamás ha hecho daño a nadie. Pensadlo, niños.