JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
- Se ha impuesto una forma de entender la política en la que las palabras aspiran a sustituir a los hechos. Pero la realidad es vengativa con quien la ignora
Hay una forma de entender la política que consiste en enfrentarse con la realidad. Es la política entendida como el arte de lo posible o, mejor aún, como el arte de hacer posible lo deseable. Y hay otra forma de entender la política, hoy aparentemente dominante, que consiste precisamente en lo contrario: en desentenderse de la realidad como algo de lo que se encargan otros. Es una idea de la política en la que las palabras aspiran a sustituir a los hechos, el relato a la verdad, las narrativas a los análisis, el voluntarismo a la razón y la prédica pretendidamente compasiva a la responsabilidad. La sentimentalización de los discursos, la adulación populista de la «gente», la negación del mérito y la atribución al Estado de una misión moral frente a los ciudadanos -ahora, la de conseguir que nuestros niños no engorden- son algunos de los componentes de esta concepción de la política en la que cuando la realidad asoma porque sube el gas, se desboca la inflación o escasean los microchips lo hace siempre como una irrupción molesta que viene a turbar el pacífico disfrute de la vida en la burbuja.
Si Ortega advertía de que la realidad que se ignora prepara su venganza, los que deberíamos prepararnos también somos nosotros. Después de elevar la preocupación medioambiental a la categoría de nueva religión civil según la cual la Tierra nos habla, nos castiga mandando pandemias, exige su propio código de prohibiciones dietéticas -para unos el cerdo, para otros ahora el chuletón- y hasta describe su propio apocalipsis, empieza a imponerse la idea del crecimiento cero -y si es decrecimiento, mucho mejor- como la opción que debería ser abrazada por todos los humanos concienciados frente a la pretensión capitalista del crecimiento indefinido. Porque para salvar el planeta no vale con objetivos de reducción de emisiones: hay que volver atrás.
Naturalmente que, metidos en estos jardines, el mérito no tiene ningún papel que jugar. Si lo deseable es decrecer, ¿para qué competir, empezando por competir con uno mismo que es la verdadera premisa del logro? Más aún, como sostienen tantos sociólogos conjurados contra la «mentira meritocrática», eso que hemos apreciado como mérito no es más que la decantación injusta de la desigualdad de la que parten los que más oportunidades tienen frente a los que carecen de ellas. Añádanse los expeditivos procedimientos de castigo fiscal que Thomas Piketty y otros recomiendan para acabar con la desigualdad , súmese a lo anterior el culto a la identidad como el derecho a que cada cual se haga y se rehaga sin restricciones sociales ni legales, la declinación en todas sus formas posibles de los derechos exigidos sin deberes cívicos correlativos y habremos creado el paraíso en el que la utopía progresista se trasmuta.
Aquello de la sociedad sin clases, lo de «a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», aquello de sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas que haría del Estado una pieza de museo como el hacha de sílex, como prometía el prontuario marxista, es la distopía mutada en este recital anticapitalista que encuentra su soporte y su coartada en la conciencia medioambiental, en la construcción de un nuevo paradigma de la desigualdad -lo del proletariado les suena ya demasiado antiguo- y en el borrado del concepto de libertad en favor del de identidad.
No se puede dejar de reconocer la eficacia de este trabajo de recombinación del análisis marxista para explotar las nuevas preocupaciones de nuestras sociedades y remozar ese mensaje emancipador con el que esta ideología encubrió y legitimó a los ojos de muchos su totalitarismo genético y brutal. Ahora que la sucesión de crisis y la expansión del Estado a través de un gasto sin límites aparentes están creando un nuevo «momento socialdemócrata», es precisamente la izquierda socialdemócrata la que está comprando esta producción ideológica elaborada fuera de su terreno o en el límite más extremista de él. No deja de ser la forma en que la izquierda quiere declarar su propio fin de la historia, recuperar la utopía, proclamar el triunfo de un modelo económico, político y social al que estaríamos llegando tras la crisis irreversible del capitalismo.
Es ahí donde alguien como Pedro Sánchez se siente cómodo: en el relato autocomplaciente, efectista y melodramático con el que cree que puede declarar derogada la realidad. Es entonces cuando conviene recordar que la realidad, además de vengativa con quienes la ignoran, es la sombra del político de la que este no puede escapar.