MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Los intentos de cambiar el pasado no son inocentes, sobre todo buscan alterar el presente. Tienen mucho de impostura contra una dictadura que ya no existe

Dentro de la actual fragmentación, el antifranquismo ha dejado de designar una actitud histórica (la oposición a la dictadura) para convertirse en una causa con vida autónoma. El progre es antifranquista o no es y el antifranquismo se convierte en un motor ideológico ‘per se’, una causa desgajada, lo mismo que el feminismo o el ecologismo.

No es una obviedad la actual definición antifranquista, omnipresente. En los años 90 y comienzos del XXI nadie se exhibía a troche y moche como antifranquista. Socialistas y comunistas lo habían sido, cuando existió la dictadura, y nadie tenía dudas al respecto. Pero declararlo una y otra vez no resultaba funcional en una época en la que se miraba al futuro, no al pasado. Ahora es diferente por las insuficiencias ideológicas sobrevenidas que impiden elaborar alternativas y se dedican a escarbar en los orígenes.

El antifranquismo actual se opone al franquismo de hace medio siglo y más. Lo hace con contundencia, expresiones radicales y posturas públicas que denotan su alta conciencia al respecto. Existen sujetos que están a la búsqueda de símbolos franquistas para destruirlos.

Tiene mucho de impostura. Demuestra grandes convicciones; pero, contra lo que sugieren los rictus tensos de quienes expresan su indignación ante lápidas franquistas, no se desprende una contundencia moral contra un poder dictatorial, pues la dictadura no existe ni se la espera. Clamar contra Hitler en 2022 resulta loable, pero no puede equipararse como actitud moral y política a los (pocos) que en Alemania dieron tal grito a finales de los años 30.

El actual antifranquismo, de apariencia drástica, expresa grandes convicciones contra la dictadura, pero políticamente se diluye en la evanescencia, salvo por su capacidad de crispación. No se opone a la amenaza dictatorial, sino que escenifica la opinión políticamente correcta. No comporta riesgos, como el antifranquismo histórico, sino alabanzas y estrellatos. Encarna a veces discutibles utilidades políticas, como cuando se pone al servicio del independentismo, cuyo imaginario fantasioso supone la supervivencia ‘in aeternum’ del franquismo como elemento legitimador.

Eso sí, la escenificación contundente del antifranquismo ahorra discursos más precisos. Al parecer, el radicalismo antifranquista justifica cualquier propuesta, aunque sea descabellada (cuanto más sectaria, mejor). Proporciona la excusa moral.

Para quienes lo vivieron resulta difícil (o imposible) reconocer el franquismo imaginario que proyecta el actual antifranquismo. Está hecho de apriorismos e ignorancia histórica. Supone la inmutabilidad del franquismo, cuando resulta obvio que, pese a su cerrilismo ideológico, experimentó cambios entre los años 40 y 60. En la versión actual subyace la idea de que la sociedad de la época se dividía rotundamente entre franquistas y antifranquistas, en una rivalidad cotidiana, una especie de escisión social que llevaba a una lucha permanente.

No fue así. Por mucho que sorprenda a los inventores de la nueva memoria histórica, que transforma el pasado, el antifranquismo fue minoritario. Ni siquiera donde el activismo fue mayor (el País Vasco, por ejemplo) llegó a forjar multitudinarios posicionamientos de masas, por más que después muchos se apuntasen a tal invención del pasado.

Lo anterior no quiere decir que dominasen la opinión franquista y los apoyos al régimen. El antifranquismo fue marginal, pero también lo fue (en los años 60 al menos) el franquismo ideológico. El régimen dictatorial procuró (y consiguió) la desmovilización política. Esta desideologización supuso también la pérdida de legitimidad de los organismos franquistas, incapaces de renovarse y sentidos como fósiles atrabiliarios por la mayoría de la población, ocupados por individuos raros a los que se atribuía un perfil antediluviano. Falange, Movimiento, Sección Femenina, organizaciones estudiantiles, sindicato vertical… no eran lugares a los que corriesen masas deseosas de sostener al régimen. Este se mantuvo, pero lo hizo sobre la desmovilización y el temor social a otro enfrentamiento; y buscó legitimarse por el desarrollo económico.

Otras características que erróneamente se atribuye al franquismo son la omnipresencia cotidiana e inmutable de las directrices dictatoriales, la presencia a destajo de las locuras represivas del primer franquismo, la existencia de una red social de chivatos que hacían diariamente la pascua a la ciudadanía, la persistencia de una moralidad estricta de las costumbres sin cambios siquiera en los años 60 y un largo etcétera.

Los intentos de cambiar el pasado no son inocentes. Sobre todo, buscan cambiar el presente, en este caso proyectando la ficción de que subsiste una división entre franquistas y antifranquistas.