IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

Las empresas españolas nunca han disfrutado de un prestigio elevado. No digo fuera de nuestras fronteras, en donde han sabido ganarse una reputación que les ha permitido controlar o al menos tener una presencia relevante en sectores claves, antaño vedados para nosotros, como los servicios de telefonía, los financieros, la logística, la energía, las obras públicas, etc. Sin olvidarnos de Inditex, cuyas tiendas iluminan las mejores calles de las ciudades más importantes del mundo. No obstante, y si hemos mejorado mucho fuera, dentro tenemos una relación muy extraña con ellas. Los gobiernos, los centrales y los autonómicos, las cámaras de comercio y las organizaciones patronales se esfuerzan por captar inversores extranjeros que decidan implantarse entre nosotros. Se han habilitado terrenos industriales, concedido ayudas a la formación, rebajado o eliminado impuestos y concedido subvenciones más o menos directas para cubrir una parte de las inversiones necesarias. Tan es así que la Unión Europea tuvo que poner orden y delimitar con precisión hasta dónde se les podía ayudar en el proceso y a partir de qué límites se consideraban ayudas de Estado que falseaban las condiciones de la competencia.

Pero, una vez instaladas, aparece de inmediato la sombra de la sospecha. Se habla más de su voracidad que del empleo que crean; se mencionan más los impuestos eximidos que los ingresos públicos generados; se recuerdan más sus esporádicos conflictos ambientales que la tecnología que irradian y las inversiones que traccionan. Últimamente las cosas han ido a peor. En el reciente congreso de la CEDE celebrado en el BEC, los representantes de la banca y de las empresas energéticas mencionaron, con cierta amargura, su pesar por la imagen que proyectaban en la sociedad, asociada siempre a impactos negativos y nunca a los positivos.

Las empresas familiares se salvan de esta mala consideración general, con una condición: que tanto su tamaño, como sus aspiraciones, sean modestas. En los pocos casos en que saltan la barrera del tamaño, su imagen se contagia de los males generales y dejan de ser buenas y benéficas, para convertirse en la diana de todas las quejas y todas las exigencias, en especial de las fiscales. Ayer, celebraban su congreso en Cáceres. Tuvieron el apoyo del Rey y el de Núñez Feijóo, no así el del presidente del Gobierno, que no se presentó tras haber anunciado previamente su asistencia. ¿Tenía mensaje la silla vacía? Si unimos el hecho a la cadena de declaraciones y acciones de los últimos meses, resulta muy difícil decir que no.