EDUARDO TEO URIARTE

· Cuando dos insignes personajes de la vida pública española, hace algo más de quince años, escribieron “El futuro ya no es lo que era” parecían caer en el desaliento ante la incapacidad de modelarlo desde aquel presente. Ellos, que tan importante papel habían tenido, parecían temer un futuro no deseado que aceptaban fatalistamente.

Pero el futuro también lo estaban proyectando con aquella actitud y, previamente, con algunos actos. Pues aquel descubrimiento de que lo que venía no iba a ser como el pasado les llevaba, desconfiados, a un comportamiento defensivo, incluso a una especie de ludismo ideológico, que derivaba en un rechazo estratégico ante el porvenir. Se enrocaba el pensamiento hacia el pasado, sin nada nuevo ni constructivo que presentar. A un pasado de confrontación, previo al consenso de la Transición, coherente con un ejercicio de sectarismo llamativo contra la derecha a la vez que se buscaba obstinadamente no sólo aliados en los nacionalismos periféricos sino incluso sus ideas ante el abandono de las propias. Un comportamiento regresivo, que descubría progresismo en la derecha secesionista como si ésta no fuera más conservadora y montaraz que la española.

González y Cebrián, sobre todo este último, acababan de celebrar el fracaso de la alternativa democrática del PSE y el PP en Euskadi en las elecciones autonómicas de mayo de 2001 frente al plan soberanista de Ibarretxe. Lo celebraban porque confiaban en un PNV del pasado, aquel que tuviera tiempo atrás un comportamiento aceptablemente leal, negándose a asumir la gravedad del reciente acuerdo del PNV y ETA en Estella. No querían observar la ruptura del nacionalismo con el sistema del 78, quizás ni les importase, pero, por el contrario, empezaron a calificar heredera del franquismo a la derecha española, como si ella no hubiera sido parte fundamental de la transición democrática. Luego, cuando los de Podemos llegaron, tras la lamentable Ley de la Memoria Histórica, podrían pedir sin pudor la detención de Martín Villa en el cuarenta aniversario de las primeras elecciones democráticas que él mismo potenció.

Reaccionaban en aquellos momentos contra la necesidad del consenso, por importante que fuera la razón de estado que lo demandase, reaccionaron visceralmente contra la derecha, iniciando la apertura del desencuentro constitucional y la seducción por el secesionismo, abriendo el camino para concluir en el rechazo de la Nación, porque en ella cabía la derecha -por eso tanto le cuesta definirla a Sánchez, siempre y cuando no sean las periféricas-. Casi inmediatamente, sus sucesores pudieron asumir un nuevo estatuto catalán, ampuloso hasta lo cursi, amén de inconstitucional, con ínfulas de constitución bananera, que nada solucionó, sino que abrió la puerta al secesionismo explícito. Se creaba así futuro, este presente actual, producto de un comportamiento meramente reactivo. No era cierto que no fuesen a propiciar aquellos autores, y sus seguidores, este futuro que ya es. Ese futuro es la presión secesionista del nacionalismo catalán, lo es Podemos y, sobre todo, lo es un PSOE desnortado ideológicamente y orgánicamente destrozado.

La negativa a hacer frente de una manera constructiva al futuro que se acercaba, como el socialismo español lo hiciera desde la Transición, tuvo la perjudicial consecuencia de entronizar la reacción en el seno de la izquierda española como único fundamento ideológico y práctico. Desde ese momento no se buscará la reflexión para racionalizar y encauzar los conflictos a la búsqueda de estabilidad democrática, la espontaneidad daba lugar a la estrategia de tierra quemada. Se reaccionaba emotivamente sobre tres premisas, la maldad de la derecha, la bondad de todo lo demás que se le opusiera, incluido el secesionismo y las opciones antisistema. Y, finalmente, la sacrosanta supervivencia del partido. No es sorprendente que casi a la vez, en aquellas fechas, el PSOE y el Gobierno Zapatero iniciara la más larga y comprometida negociación con ETA. Prolongó la negociación exageradamente cuando ésta estaba agonizante tras la política desarrollada por Aznar, rompió consecuentemente el Pacto Antiterrorista, para acabar finalmente con la legalización de HB, tras un largo compadreo con los representantes del nacionalismo más intransigente. Hoy Zapatero continúa, para preocupación de González, mediando ante Maduro con el único resultado de prolongar su mantenimiento en el poder. Ello es debido a que el populismo izquierdista latinoamericano empezó tiempo atrás a influir en el PSOE, cada vez más alejado de los planteamientos reformistas y coadyuvantes en las democracias liberales.

Pero centrémonos en la asunción de esa actitud reaccionaria. Cuando la crisis económica era un hecho el primer gesto frente a ella, la reacción, fue negarla -el «alternative facts» llegó mucho antes a nuestra política a que llegara Trump. Se perdió un tiempo precioso que acabó con la entrega de la mayoría absoluta a la derecha y en una crisis inacabada en el seno del propio PSOE. Entre tanto, el discurso populista se iba ampliando desde ese mismo partido para que fuera recogido en todo su esplendor, tras el 15 M, por Podemos.

Ese temido futuro ya está aquí, no sólo consiste en el auge del secesionismo al que la actitud reactiva es incapaz de dar respuesta coherente en el PSOE, está aquí con la corrupción política, con el paro, con la crisis en ciernes del estado de bienestar. El reto se está viendo ya en los compromisos internacionales, en el rechazo de los acuerdos del Partido Socialista europeo con la derecha en el Parlamento europeo, el Tratado de Libre Comercio con Canadá, en la simple presencia en Europa, en la OTAN y otros compromisos militares, y, sobre todo, ante la globalización económica y la revolución tecnológica.

El PSOE si quiere sobrevivir necesita abandonar su comportamiento meramente conservador y reaccionario y dotarse mediante la reflexión de elementos reformadores ante el nuevo escenario mundial. Quizás sea pedir demasiado, porque aquella vieja actitud reformista abandonada, como al laborismo británico, le lleve a encerrarse en lo más arcaico y emotivo de sí mismo. Los viejos y grandes partidos, los viejos y grandes países, tienden a encastillarse sin saber cómo hacer frente al futuro.

El pasado glorioso dificulta el quehacer frente al futuro.

Los líderes políticos siempre han tendido a creerse sus propias mentiras. Esto es viejísimo, y ni siquiera la ilustración, el racionalismo, ni el materialismo científico, ha conseguido a la postre paliar la subjetividad, el espíritu de cuerpo, y la egolatría que domina las formaciones políticas y a sus líderes. Allí donde las instituciones políticas poseen mayor prestigio histórico, como en el Reino Unido, o los partidos aparecen más potentes, más influyentes en la sociedad, hasta casi conformar un estado en el seno del estado, o sustituirlo, como en España, es donde con más dificultad se va a plantear la posibilidad de hacer frente a los retos de futuro que la actual crisis anuncia.

Partidos débiles frente a la importancia del Estado republicano es lo que ha permitido en Francia adecuarse políticamente para hacer frente a las reformas sin cargarse el sistema.   Caso contrario es el del Reino Unido, origen del parlamentarismo, con una rancia monarquía, un sistema históricamente prestigiado, y dos grandes partidos, casi los progenitores de los partidos conservadores y socialistas del mundo, los cuales promueven una reacción conservadora, miran hacia atrás y se cierran en sus fronteras en un arrebato nacionalista.

El Reino Unido podría ser un buen ejemplo de comportamiento reactivo y conservador. Este surge de una desmedida exaltación de lo que en solitario tal nación podría hacer basado en lo hizo en el pasado, en la solidez de su sistema, en la existencia de sus tradicionales partidos a derecha e izquierda, convirtiéndo tan patriótico orgullo en la incapacidad más patente de buscar solución a los problemas. Los mismos problemas que padece Francia, Alemania o España, pero que no brindan con las glorias del pasado para hacer frente al futuro. Porque los problemas británicos no recaen en la inmigración, gran chivo expiatorio de la ineficacia en la gestión de lo público, ni en la apertura del comercio con los países europeos, los problemas no vienen de fuera, están desde hace tiempo en el seno de la política británica. Ponerle barreras a la internacionalización de la gestión de los retos es como inventarse lo de la plurinacionalidad para no dar con una solución ante el problema del secesionismo. Meras excusas.

Posiblemente, ante esta crisis lo que más destaque, pues las instituciones tienden de por si a ser conservadoras y los partidos conservadores lo son, tras más de medio siglo de importante papel de la izquierda en la política europea sea el inmovilismo teórico de esta izquierda, su desamparo ideológico actual, que le lleva a acomodarse con los movimientos conservadores o, incluso, a desvanecerse en ellos. Un viraje profundo con lo que había sido parte de su esencia, la capacidad de ofrecer alternativas y soluciones nuevas desde su ideario. No es que no existan pensadores de izquierdas que propugnen comportamientos ante la crisis, es que lo partidos de izquierdas en su perpleja pasividad los rechazan y prefieren acercarse a las reacciones conservadoras, bien de derechas o populistas. El fenómeno de la desaparición de los estados laicos árabes, la desaparición del marxismo tercermundista por el integrismo islamista, puede ser la prueba de la incapacidad de las ideologías asentadas en hacer frente a las aberraciones conservadoras hoy emergentes.

Frente a la reacción nacionalista la izquierda tiene que modular la globalización en su reforma y control a través de entidades internacionales, en la búsqueda de acuerdos estables supranacionales, como lo es ya, pero más potenciada, la UE. Incluso transcender ésta, porque los flujos económicos y las regulaciones laborales, en un mundo comunicado y de grandes flujos migratorios, puede imponer el caos como ya lo está haciendo. En un mundo de sobreproducción mediante la robótica los países avanzados necesitarán sostener un salario social y universal ante el paro estructural, a pesar de las oportunidades de los sectores de servicios puedan proveer, pues éstos dependen de la existencia de recursos en la población para consumirlos. Los retos de futuro nos llevan hacia la internacionalización de las soluciones, no hacia los nacionalismos. Cualquier dique que impongan estos, a pesar de las bases e instituciones históricas de las que partan, como en el Reino Unido, será como una línea en la arena ante la marea.

Y si la potencia de las instituciones del Reino Unido, junto a los históricos partidos, les deriva hacia una reacción nacionalista, en España la importancia de los partidos, de los viejos partidos, su omnímoda presencia, ha derivado finalmente en una dinámica hacia su propia liquidación. La partitocracia, sin instituciones superiores que procedan a la amortiguación de la dialéctica brutal partidista que su supremacía genera, ha propiciado la manipulación sectaria de todo hecho, la incapacidad para el diálogo y la deliberación, el abandono de acuerdos ante los graves problemas de estado, y la aparición de situaciones grotescas como este proceso a la independencia catalana digno de un juego de salón. Mientras el nacionalismo anuncia la secesión de Cataluña la tarea de la izquierda consiste en la caza y captura del presidente del Gobierno.

Aquí, jugando con dinamita.

Jean Pierre Faye en su conocida obra sobre “Los lenguajes totalitarios” denominó revolución conservadora al sistema nacional-socialista alemán, pues lo que en su origen aparentó un movimiento popular con ropajes socialistas no era más que la más profunda de las reacciones políticas. Hoy se asume, salvo en la enajenada cultura política española, y en ciertos medios académicos influidos por el partidismo, que casi en su totalidad los nacionalismos tardíos, los románticos, fueron sucesores de las insurrecciones antiliberales defensora del Antiguo Régimen.

En el caso español, el nacionalismo vasco o catalán, tienen en su seno los orígenes de la reacción absolutista frente al liberalismo, el carlismo, pasando posteriormente por el integrismo neocatólico, hasta que una burguesía local, más tradicionalista que liberal, erigiera la bandera del nacionalismo. Una reacción ante la que la izquierda, despistada por el hecho de que los nacionalismos periféricos quedaran en el bando republicano durante la guerra civil, no ha dejado de respetar e, incluso, admirar según sus planteamientos políticos iban desvaneciéndose al socaire de su radicalización contra el PP.

No cabe duda que la naturaleza reactiva de los nacionalismos periféricos se acomoda con el planteamiento, sólo reactivo, de la izquierda actual. Planteamiento que recuerda, otra coincidencia, que los comportamientos fascistas se caracterizan por su rechazo al presente sin alternativa alguna, posibilitando así la vuelta al pasado. De esta manera, como en el siglo XX, la gran reacción del nacionalismo acaba amparando a una izquierda sin principios ideológicos propios. Así podemos entender la entrevista de Puigdemont con líderes que fueran del pensamiento socialista con Zapatero, como Pérez Royo o Suso del Toro, en las puertas del momento decisivo de la desconexión.

Seducción por el separatismo y fobia a la derecha, las dos caras de la misma moneda del actual discurso socialista, que le lleva a la disparatada opción de defender la plurinacionalidad, de España, no de Cataluña, y a acusar de provocar esta situación al mismísimo Gobierno del PP, al que llama separador. Aparente equidistancia, pues a pesar de declararse estar con la legalidad frente a la secesión unilateral, inmediatamente rechaza la aplicación de cualquier medida coercitiva, como la aplicación del artículo 155 de la Constitución, asumiendo así fatalmente su éxito. Estamos contra la secesión, pero no hagan nada si se produce: manera de estar con la secesión. Todo sea por demoler el Gobierno.

Este comportamiento de Pedro Sánchez, muestra una mayor pasividad que la que ha mantenido el mismo Gobierno, al que acusa de inmovilista, lo que merece este comentario a Ruíz Soroa: “Max Weber insistió que el Estado era el titular de la violencia legítima, que en eso se distinguía de otras comunidades humanas, pero en España campea el barrunto de que en ciertos casos la violencia no es legítima diga lo que diga la ley y diga lo que diga la Constitución. Pasó con el terrorismo, cuando se tardó veinte años en desembarazarse del complejo de que toda violencia es moralmente condenable, incluso la de la ley. Y pasa ahora: por lo menos así se lo han dicho alto y claro los socialistas y demás biempensantes patrios al Gobierno. El referendum es ilegal pero menos, es de una ilegalidad contra la que no cabe fuerza legítima. No es lo mismo que dejar de pagar los impuestos o estuprar doncellas, que diría Valle Inclán”.

Es evidente que si el Gobierno no ha sido activo en su día con el proceso de independencia que llegaba, nadie quiere ver problemas. Y a fuer de sinceros hay que admitir que ni Gobierno ni las élites empresariales querían creérselo. Pero aún es peor el comportamiento de la oposición de izquierdas, idólatras de los diálogos, aunque sean imposibles -como en Venezuela hoy-. Esa oposición hubiera encontrado la solución, como lo hiciera Zapatero con un estatuto inconstitucional, mediante la concesión. El problema es que hoy tal concesión implica la secesión.

En política no todo tiene solución, máxime cuando nuestro pasado reciente es de confrontación, descrédito institucional y sectarismo partidista. La debilidad del republicanismo español, la falta de responsabilidad política, de lealtad constitucional, por parte de los otrora protagonistas de la Transición, es decir, de nuestro sistema, es el origen de este grave problema al que ha llegado a convertirse la opereta catalana. Si en Cataluña se produce esta fórmula de secesión es, sencillamente, porque a los protagonistas de nuestro sistema les importa un pito la estabilidad política, siendo en el caso del PSOE de escándalo su deriva rupturista. Con una cohesión institucional entre los viejos partidos, y un mínimo común discurso de ambos, la secesión en Cataluña hubiera sido una anécdota y no un gran problema. El futuro ya es lo que era y está marcado por el rumbo caótico del PSOE.

Eduardo Uriarte Romero